Los hombres del banco tienen entre cuarenta y cincuenta y
pocos años, visten de chándal, siempre van muy afeitados y se rocían dos veces
al día de colonia barata.
Los hombres del banco son hombres de costumbres que aún hoy se levantan muy temprano, con las
primeras luces del alba. Desayunan
aguachirri o descafeinado y mojan en él algunas galletas o una magdalena. Como
estaban acostumbrados a no comer hasta el descanso de media mañana, son
incapaces de meterse gran cosa en la boca a esas horas.
Los hombres del banco no compran periódicos, ven el
telediario de la mañana. No salen a correr, esperan pacientemente sentados en
el sofá a que sus mujeres les hagan algunos encargos: que tiendan la ropa pero
con cuidado de no dejar las marcas de los alfileres, que echen la Primitiva,
que saquen al perro para que haga sus deposiciones matutinas, que vayan a pagar el recibo de la luz o que
compren el pan, entre otros menesteres. Terminan todas esas labores pronto
porque tienen energía acumulada y a eso de las once ya están libres de
compromiso alguno por lo que se acercan al banco. Allí comparten asiento con
otros hombres del banco y algunos jubilados. Ambos grupos entretienen sus horas
rememorando tiempos mejores o despotricando sobre la situación política y
económica del país.
No sé si hay hombres del banco en las ciudades pero me he fijado que en mi
pueblo empiezan a proliferar. A veces, paso rápida por alguna plazoleta (siempre
camino así aunque no tenga prisa) cuando voy a un recado y se me estremece el
cuerpo al verlos porque en ellos reconozco a familiares míos y puedo imaginar
la desidia y el abatimiento que deben sentir. Estos hombres no hace mucho
fueron trabajadores del sector de la construcción, tienen poca formación pero cuentan
mucha experiencia marcada en espaldas
vencidas y manos callosas.
Muchos hombres del banco son padres de algún joven del
edredón: recién licenciados que pueden cobrarse todas las horas de sueño que le
arrebataron los estudios porque no
tienen trabajo y probablemente tardarán mucho en encontrarlo. Lo único que
tienen en las manos estos jóvenes es el síndrome del túnel carpiano de tanto
manejar el ratón buscando ofertas de trabajo en los tropecientos canales de
empleo que atesora la red y la espalda solo se les resiente cuando se pasan una
mañana de caminata intensa para entregar el mayor número posible de
curriculums.
Oh, trabajo, bendito trabajo. Nos pasamos la vida
anhelando unos días de vacaciones pero cuando nos dan un pase indefinido para
unas forzosas el mundo se nos cae encima. ¿Qué hacer cuando no tienes nada
que hacer? Los jóvenes que vivimos al
otro lado de las pantallas solemos encontrar antes algo en lo que entretenernos
aunque sea a ratos pero un hombre de escaso nivel cultural, acostumbrado, como
mucho, a sus películas en el sofá los domingos no encuentra tan fácilmente cómo
matar el tiempo. Hay que actuar literalmente: hay que matar el tiempo para que
su lento paso no acabe antes con nosotros y nos convierta en espectros
condenados a repetir la misma escena una y otra vez, un día y otro.
Esto te parecerá curioso, puede que creas, incluso, que
es pura literatura o un juego de palabras un tanto simplón, pero te aseguro que
un hombre del banco vive preso del día a día. Se siente enjaulado aún en medio
del campo. Y créeme cuando te digo que no hay nadie que tenga más ganas de
trabajar que alguien que está encarcelado. Hace unos meses un ex presidiario me
confesó (hay que tener conocidos hasta en el infierno, que nunca se sabe) que
lo primero que hace un preso normalmente al llegar a la cárcel es intentar
conseguir un destino (trabajo dentro de la cárcel) porque las horas muertas lo
acaban volviendo a uno loco.
La situación de desempleo es como un limbo; se supone que
es algo transitorio pero cuando el tiempo pasa y no encuentras la forma de
salir de ahí, el limbo termina por convertirse en un purgatorio que te consume.
Lo peor de todo es que al escribir este artículo ni siquiera estoy pensando en la insufrible
situación económica de un parado de larga duración o de alguien sobradamente preparado quien de seguro se
tendrá que iniciar en el mundo laboral de la mano de algún listillo que
aprovechando la situación quiera que le trabaje gratis (de esos hay muchos
últimamente). Esa cuestión la dejo aparte porque es la punta del iceberg y eso
está muy visible. Yo ahora hablo del
pedrusco helado que hay bajo agua.
Los hombres del banco se sienten unos inútiles porque no están acostumbrados a
estar desocupados. Los que son padres de jóvenes del colchón se consuelan
pensando que sus pocos ahorros descansan en la masa encefálica de sus hijos y
tienen fe en que ellos, al menos ellos, salgan adelante.
Si el trabajo dignifica como hemos oído hasta la
saciedad, hay mucha gente indigna, por desgracia, flotando cabeza abajo en un
agua podrida de verdina, pero nosotros solo vemos sus suelas desgastadas y nos
apena que no tengan para comprarse unos zapatos nuevos, sin saber que, además,
se están ahogando y que cada vez les queda menos aire en los pulmones.
Sé que cualquiera podría preguntarse, ¿acaso no hay,
también, mujeres desempleadas con poca formación académica? Las hay. ¿Y mujeres y hombres con mayor formación? Los
hay. Pero esas son otras historias y yo hoy quería darles voz a los hombres del banco porque cuando los
descubrí compartiendo horas con jubilados no pude más que preguntarme cómo diantres
se van a jubilar ellos si aún les faltan muchos años por cotizar para poderse
jubilar pero no están trabajando. El tiempo, ese que les pasa tan lento,
paradójicamente, se les está echando encima.
*Publicado en EL COTIDIANO
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