La vida cotidiana en las cárceles españolas: mucho tiempo
libre y pocos ojos vigilando.
Manuel, que por
supuesto no se llama Manuel, tiene los ojos hundidos en la cara surcados por
infinitas venas subcutáneas que lo vuelven ojeroso, su tez es de color ceniza,
y su piel parece fino pellejo que recubre unos huesos desgastados y unas
vísceras podridas. Es drogadicto y portador del V. I. H. Pronto cumplirá
treinta años, aunque pareciera que va a cumplir diez o quince más, su adicción
hace mucho que no deja de echarle años a la espalda mientras lo consume por
dentro, como se van consumiendo las cenizas del cigarro que se está fumando.
Son las ocho de la tarde. Es principios de verano, el sol aún no se ha puesto y en la calle corre
un aire tibio, agradable. Hasta hace cinco minutos, Manuel observaba la caída
de la tarde en el patio de la cárcel. Ahora los dos estamos en una habitación
no muy grande, con dos mesas y algunas sillas alrededor de ambas. También hay
un pequeño baño. Aquí se realizan los vis a vis, pero hoy no es domingo
y Manuel ya ha tenido su vis a vis del mes.
Manuel se enciende el
último cigarro del día, tampoco es habitual que se fume en esta sala.
Charlamos.
Manuel está cumpliendo
condena en una cárcel andaluza. Hace casi una hora, ha tomado una suculenta
cena compuesta por una zapatilla a la que llaman hamburguesa metida en un
chusco de pan y acompañada por patatas fritas. Manuel no tiene la dentadura muy
buena y le cuesta horrores morder algunos alimentos, así que ha dejado la
hamburguesa a la mitad.
“Uno sabe cuando
entra en la cárcel, pero no cuando va a salir”, suelta, y me asegura que es
la frase con la que recibe siempre a sus familiares cuando vienen a verlo. Es
una frase típica, la repiten todos los presos como si fuera un mantra, pero
cuando él la dice lo hace a conciencia, comprendiendo perfectamente su
significado después de lo que lleva visto en estos últimos meses y, sobre todo,
porque hasta ayer, aún dentro de la cárcel, se la seguía jugando, ya que,
facilitaba la entrada de droga en la cárcel.
Si nos preguntamos cómo
ha llegado Manuel a la cárcel, la respuesta es sencilla. El mundo de las drogas
y todo lo que conlleva: se empieza con peleas, robos, se van acumulando
antecedentes y un día toca responder ante la justicia por alguno de ellos. Pero
si nos preguntamos cómo Manuel sigue delinquiendo aún dentro de la cárcel, la
respuesta nos pone de relieve muchas deficiencias del sistema penitenciario
español.
Manuel trabaja en la
cárcel. Es cabo de albañilería. El trabajo dentro de la cárcel está considerado
como un derecho y un deber de toda persona presa y, además, está orientado a la
resocialización. Por ese trabajo, se recibe incluso un salario mensual que es
abonado en su tarjeta de peculio. La tarjeta de peculio es una tarjeta de
débito que se le da al preso, esa tarjeta es el único dinero del que dispone
(al menos en teoría) y con la cual puede comprar en el Economato de la cárcel.
Si no trabaja, sus familiares pueden ingresarle dinero en la tarjeta. Como
medida preventiva para evitar abusos, está establecido un tope máximo de dinero
que se puede ingresar semanalmente.
Además, el interno que
consigue un destino (un
trabajo remunerado en la cárcel) queda inscrito en la Seguridad Social con
derecho a gozar de las debidas prestaciones, por lo que, al salir de la cárcel,
podrá quedar protegido por la contingencia de desempleo.
Hace años, el trabajar en la cárcel tenía un valor añadido y es que
existía la posibilidad de la redención de penas por trabajo, a razón de un día
de prisión por cada dos días trabajados. Sin embargo, esta figura
desapareció en el año 1995 con la entrada en vigor del nuevo Código Penal.
Actualmente, para un
preso, el tener un trabajo supone, ante todo, un método de distracción para
emplear el tiempo en algo y a la vez, de autovaloración personal. Manuel lo
tiene claro, “En la cárcel, lo primero que tienes que hacer es
conseguir un destino, si no te vuelves loco de tanto pensar”.
Aparentemente Manuel es
un interno modélico, es cierto que en sus primeros días de internamiento se vio
envuelto en una pelea, pero hace tiempo que su comportamiento es intachable,
acumula hojas meritorias y realiza su trabajo eficientemente. Es más, ha
accedido a pasar los últimos meses de su condena ingresado en una Comunidad
Terapéutica, aunque para eso aún falta.
Pero es, precisamente,
la buena imagen que se ha labrado, la que le hace pasar desapercibido y la que
le ha permitido el acceso a determinadas zonas a las que, normalmente, los
presos no pueden acceder. Su situación privilegiada, le ha permitido hacer
pasar droga a la cárcel sin ser descubierto.
El sistema que han
ideado él y otros dos compañeros, es muy sencillo, tanto que saben que no son,
ni mucho menos, los únicos presos que han tenido esa ocurrencia, pero intentan
hacerlo lo más discretamente posible.
Cuando un interno
quiere conseguir droga, debe conchabarse, al menos, con otros dos
presos. Para entrar droga de la calle se necesita alguien que salga a la calle,
por lo que hay que contar con un preso que esté disfrutando del Tercer Grado.
Aunque este preso no esté en el mismo módulo que el resto, tiene que acceder a
la zona ajardinada de la entrada que da a todos los módulos (Preventivo,
Cumplimiento, Enfermería,...) y es ahí donde deja la droga oculta en algún
punto acordado, por ejemplo, en una planta. Para ello, cuentan con un preso que
tiene el Tercer Grado, y que al no tener trabajo fuera de la cárcel, pasa la
semana dentro pero los fines de semana sale a la calle y regresa a la cárcel el
domingo. Luego se necesita a un interno que tenga un destino y que por
ello goce de la confianza y la excusa para transitar por el lugar, en el caso
de Manuel, como cabo de los albañiles, tiene que pasar por la entrada muy a
menudo para ir a otros módulos a coger herramientas o a arreglar algo.
Entonces, a Manuel se le da el chivatazo con el lugar dónde el preso de
Tercer Grado ha dejado la droga y él, en cuanto puede, va a recogerla. Manuel,
finalmente, le entrega la droga a otro preso que no tiene destino o aún
teniéndolo no goza de la suficiente libertad para moverse por según qué
lugares. Por haber hecho el pase, Manuel tiene derecho a la mitad de la
droga que haya hecho entrar, aunque él prefiere cambiarla una vez dentro, por
grifa o compras del Economato. Estos intercambios son muy comunes.
Hasta ayer, Manuel, no
pensaba que estuviera corriendo un gran riesgo. De hecho, no hace mucho, vio en
el patio de su módulo, a un funcionario de prisión pelear con varios presos,
por un paquete de droga que no se sabía muy bien de dónde había salido. El
funcionario en esa ocasión no llevaba porra, su única arma era su condición
física: un hombre alto y corpulento, con mucha fuerza. Finalmente, consiguió la
droga. Manuel contempló tranquilamente la escena, hasta le hizo gracia. Sabe
que al igual que hay funcionarios dentro de prisión que realizan su trabajo
escrupulosamente, a veces hasta exponiéndose ellos mismos, como el de aquel
día, también los hay con una moral bastante laxa. Se comenta entre los
internos, y a Manuel no le extrañaría en absoluto, que algunos incluso son los
que hacen entrar droga en la cárcel.
Para Manuel el problema
llegó ayer cuando hizo el que era su séptimo pase. El preso de Tercer Grado no
se había presentado el domingo, sino el lunes, con una supuesta justificación.
Se ve que en realidad, había tocado droga y traía menos de lo acordado. Manuel
entregó su parte al compañero interno, pero cuando éste se dio cuenta de que
faltaba, lo mandó a llamar con otro preso. Manuel, intuyó que algo andaba mal.
Normalmente, y de mutuo acuerdo, apenas se dirigían la palabra en público para
no llamar la atención. Las entregas se hacían en zonas comunes donde Manuel
tuviera que entrar a arreglar algo, generalmente, los baños. De suerte que, el
interno creyó en su palabra y desconfió del preso de Tercer Grado, porque de lo
contrario, lo mínimo que le hubiera sucedido a Manuel es haber tenido un
desafortunado accidente.
Puede que parezca un tópico manido, pero es real: en la cárcel, la
gente se anda tropezando a cada rato y clavándose picos de mesas o pomos de
puertas en las costillas, en un ojo, o dónde tercie un puño azaroso y a veces,
incluso, bien armado.
Manuel ha decidido
dejar de hacer pases. Tampoco quiere enterarse de lo que lo que le va a pasar
al preso de Tercer Grado, pero no le gustaría estar en su pellejo.
Todos los presos saben
de la facilidad de movimiento que tiene Manuel dentro de la cárcel, por lo que
no le es difícil deducir que, de seguro, tarde o temprano, otro interno se le
acercará para proponerle que haga de enlace de nuevo. Sin embargo, está
decidido: no volverá a correr un riesgo innecesario, lo único que quiere es
grifa y eso es muy fácil de conseguir dentro de la cárcel.
Le aviso a Manuel de
que lo que me está contando parece el relato de un lugar en el que impera la
ley del más fuerte, como si estuviéramos en el Lejano Oeste y le pregunto qué
le parece a él que ocurra eso precisamente en la cárcel que supuestamente tiene
un pretendido carácter resocializador. Manuel se encoge de hombros y me
devuelve una mirada incrédula, como si acabara de preguntar una estupidez.
Inspira una bocanada de aire nicotinado que le pudre los pulmones y expira
lentamente un humo negruzco de olor fuerte que se pega a la ropa, “es que
eso siempre ha sido así, la cárcel no es como ahí fuera, la cárcel es otro
mundo”.
Pero —sigo preguntando
incisivamente—, cuándo ocurren estas cosas, cuándo os peleáis, o trapicheáis,
¿dónde están los funcionarios? ¿No os ven? Manuel me responde con parsimonia, “Los funcionarios no están siempre con nosotros, somos muchos, es muy
fácil buscarte las vueltas para hacer lo que quieras dónde no te vean, algunos
ni salen a penas del cangrejo.” (se refiere a las rejas que
protegen al carcelero en su puesto de guardia)
HACINAMIENTO EN LAS CÁRCELES > Es
una realidad conocida que las cárceles españolas están masificadas. Hace años
que desde diversos colectivos y organismos se viene denunciando, pero
atendiendo a la situación actual, no parece que se hayan tomado las medidas
pertinentes. En el informe presentado por el Comité de Vigilancia de Helsinki,
en uno de los foros de la Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea, en
1991, es decir, hace más de dos décadas, se denunciaba ya el problema del
hacinamiento en las cárceles españolas. Si buscamos un ejemplo más reciente, en
2010, otro informe, presentado esta vez durante la 30
Conferencia de Ministros de Justicia del Consejo de Europa, denunciaba que
España era el tercer país europeo con mayor índice de masificación en las
cárceles. Los propios funcionarios de prisiones se han manifestado en numerosas
ocasiones, por este mismo problema. En 2010, el presidente de Instituciones
Penitenciarias del sindicato CSIF, Ramón García, declaraba que la proporción de
funcionarios respecto a los presos era de uno por cada ciento cincuenta presos
y que las agresiones tanto de los presos a los trabajadores como de los propios
internos entre sí, eran cada vez mayores.
Es muy frecuente oír
decir que la delincuencia es el cáncer de una sociedad. En el artículo 25.2 de
la Constitución Española se recoge “Las penas
privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la
reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados.” Sin embargo, la situación actual de las cárceles españolas,
la que ahora me describe Manuel, viola ese artículo.
Está demostrado, atendiendo a la situación de las cárceles españolas, que si la delincuencia es un cáncer para nuestra sociedad,
cuando se apresan a delincuentes y se meten entre cuatro paredes que no ofrecen
los medios oncológicos necesarios, el cáncer lejos de curarse desarrolla
metástasis.
EL EDUCADOR
SOCIAL > En las prisiones hay una
figura muy importante precisamente para la reeducación y la reinserción social
del preso, y es la del educador social, muchas veces olvidado cuando se hablan
de los problemas de las cárceles. Se entiende que, por su cometido, deberían
tener una estrecha relación con el preso, no obstante, ¿saben realmente la
visión que tienen los reclusos de los educadores sociales?
A Manuel se le estremece el cuerpo y
siente como si se le acabara de cortar la digestión cuando le pregunto por
ello, según dice. Aparta el cigarro de la boca y escupe con inquina; “Los educadores
sociales no son buenos. Te mienten para que confíes en ellos porque lo que
quieren es sacártelo todo, hay que tener mucho cuidado con ellos. En la calle
haces cuarenta delitos y a lo mejor te hacen pagar por uno, pero una vez que
estás dentro para eso está el educador, para encargarse de buscar todo lo que
tengas y levantarlo. Ahora que, lo que ha prescrito no pueden levantartelo,
pero hay tíos malos que cambian las fechas y cambian las cosas y te la meten
antes de salir. Montones de presos, al salir por la puerta grande, antes de que
se abra el último cangrejo, no llegan ni a que se le abra la puerta. Antes de
salir, te dicen ´vuélvase usted para atrás que tiene que hablar el jefe de
prisiones y el educador con usted´, y ahí se quedan y eso lo he visto yo muchas
veces.”
Manuel se refiere a que
el objetivo de un educador social es que, cuando el preso salga, haya pagado ya
por todas sus condenas y se reincorpore a la sociedad sin ninguna deuda
pendiente, idea en consonancia con una política de reinserción. Lo que ocurre,
es que aquí se entra en un conflicto de intereses entre el educador social y el
preso porque éste último lo único que quiere es salir de la cárcel, lo antes
posible, sea como sea. Además, los presos, conocedores de la lentitud del
sistema judicial español, confían en que aunque salgan con delitos pendientes,
éstos acaben prescribiendo. De modo que, no puede ayudar mucho una figura que
se ve como un enemigo y a la que se trata con recelo.
SUBCULTURA CARCELARIA > Mas allá
de los vicios y deficiencias las cárceles, es de sobra conocido que ese otro
mundo entre sus particularidades cuenta con tener su propio código de leyes
morales.
Manuel habla de estas
cuestiones relajado, apurando con gusto cada calada que da al cigarro, que ya
apenas puede sostener entre los dedos. “Los presos tienen mucho sentimiento,
porque uno se ve encerrado y se pasa el día pensando en los que están fuera y
la única visita que no falla nunca, la única que viene a verte siempre es tu
madre, o algunos de tu familia”.
Esta idea me hace
recordar que, precisamente, los funcionarios lo que más vigilan son las visitas
de las familiares porque muchas veces, son ellos mismos, los que traen droga a
la cárcel. Manuel, casi con pudor, me describe como fue el último vis a vis con
su familia.
El interno puede
comunicar semanalmente con su familia a través de una cabina, y una vez al mes
se le permite que lo visiten cara a cara, esto es el vis a vis, que se
desarrolla en la habitación en la que hoy estamos. También puede optar, el
preso, a un vis a vis íntimo con su pareja o a uno de convivencia, si
tiene hijos menores.
Manuel nunca le ha pedido a su familia que les
traigan droga en los vis a vis, “ni ellos lo harían ni yo tengo cara
para pedírselo, ni quiero que se metan en estos líos”. Pero sí es verdad,
que a veces, le han hecho llegar cosas que están prohibidas. Uno de sus
hermanos, el menor, le ha entrado, varias veces, una pequeña petaca de plástico
llena de whisky, lo que pasa, dice, es que a un zagalón lo vigilan más y
hasta lo han cacheado varias veces, por eso ya no se atreve.
En esta última visita,
su hermana fue la encargada de hacerle entrar alcohol en la cárcel. Manuel se
avergüenza de ello, admite. Su hermana es una mujer joven, de poco más de
treinta años, de apariencia frágil y decorosa pero con la sangre de escarcha y
un avanzado estado de gestación. Antes de entrar en la cárcel para la visita,
arrebató la petaca a su hermano pequeño, y se la metió en uno de los muslos,
sujeta por una faja de culotte que llevaba bajo un vestido vaporoso que
le llegaba hasta las rodillas. La petaca, al ser de plástico, pasó sin
problemas por el detector de metales por el que deben pasar los familiares, y
era evidente que los funcionarios no cachearían, sin un motivo justificado, a
una mujer embarazada.
Lo curioso, cuenta
Manuel, es que una vez dentro de la sala, su hermana le dio la petaca y
estuvieron hablando sin problema, pero al rato, el otro interno que realizaba
el vis a vis en la misma sala le pidió a su familia la droga que le
habían hecho pasar y nada más cogerla, se abrieron las puertas de la sala.
Aquel preso, en un acto reflejo, se encerró corriendo en el baño y tiró de la
cadena.
Eso le hace creer a
Manuel que deben haber cámaras o algún tipo de vigilancia dentro de las salas
de vis a vis, aunque siendo así no entiende por qué le dejan que le
entren la petaca.
Se deduce de sus
palabras, que hay una gran desconfianza a todo el personal de prisión, los que
ejercen de guardas, los educadores sociales...
¿Los presos no os
lleváis nunca bien con los funcionarios?, profundizo en el tema. Manuel apaga
una diminuta colilla en un cenicero mientras habla. “Depende, con algunos
sí. Hay funcionarios más buenos, más nobles, que te dejan pasar cosas y otros
que se creen que la cárcel es suya y ellos son los que hacen la ley”.
Para que lo entienda,
me cuenta cosas que algunos funcionarios pasan más que otros. Me habla del
patio de prisión, ese espacio tan conocido en el imaginario colectivo gracias
al cine americano. Generalmente no pueden caminar por el patio más de dos
presos juntos, aunque algunos funcionarios dejan pasar esta norma siempre que
no sean presos muy conflictivos. Le pregunto a qué viene esta prohibición,
aunque la respuesta es evidente. Manuel sonríe cínicamente mostrando, por junto
a las comisuras, unas muelas picadas; “porque ya se sabe; reunión de
pastores, ovejas muertas”.
Sigo con mi
interrogatorio particular, quiero saber ahora cómo es la relación entre los
presos, me cuenta que hay de todo pero que, en general, tienen un alto concepto de la idea
de respeto. Así pues, según me explica, para entrar en una celda que no es la
tuya, porque quieres hablar con alguno de los presos que ocupan esa celda,
tienes que pedir permiso porque cuando te enchiqueran, tu chabolo (así
llaman a las celdas) es tu casa y nadie puede entrar sin permiso en la casa de
alguien, “es que, da igual que tú fuera tengas mucho dinero o hayas sido
alguien importante, aquí somos todos iguales y tenemos que respetarnos”.
Como imagino que esa
idea es muy relativa, le pregunto si en la práctica eso es así. Gira la cabeza
de un lado a otro, “Eso tiene que ser así, aquí no puedes ir comiéndote a
nadie, ni ser tampoco de los que se quedan atrás porque si no se aprovechan de ti.
Ahora, aquí hay de todo y sicarios hay montones. Si te ponen precio...”
Me narra una historia,
dice que una de tantas. Sucedió hace unos meses, cuando un preso se hizo con un
pincho taleguero y lo ocultó en una manga del jersey que llevaba puesto.
Pretendía pinchar a otro preso, al que le tenía inquina desde hacía tiempo, en
el patio, aunque alguien le había dado el agua (lo había avisado)
ya y éste estaba alerta. Cuando el del pincho pretendió agredirlo, el otro se
zafó y de un golpe le quitó el pincho. Luego se fue a su celda como si nada.
Manuel sigue contando
historias aunque yo ya no le pregunto, parece que cuando le das la palabra a un
preso, si confía en ti, sabedor de la particular idiosincrasia del lugar en el
que está encerrado, tiene ganas de contarte mucho. Habla sobre un hombre de
setenta años que está cumpliendo prisión por asesinar a un vecino que llevaba
años haciéndole la vida imposible y que intentó agredirlo antes. Con una mirada
desafiante que proyecta su particular sentido de la justicia, habla sobre las
vejaciones que se le hacen a los presos que entran por delitos de violación
porque es la figura peor vista dentro de la cárcel ya que la mayoría de presos
tienen madres, hermanas, hijas, o mujeres y sienten un gran desprecio por los
violadores. Me cuenta, incluso, cómo los funcionarios mienten cuando lo
ingresan a un módulo para protegerlos y como otros, al contrario, son ellos
mismos los que avisan a los presos de que ha entrado un condenado por violación
en el módulo. Habla, habla mucho hilando temas con una voz lacerada más por el
desasosiego que por su enfermedad.
Son las nueve y media
de la noche. Un funcionario aparece en la puerta de la sala de vis a vis.
Entiendo que se me ha acabado el tiempo. Yo me marcho y Manuel regresa a su celda,
“a esta hora tenemos que estar en los chabolos, porque nos echan el
cerrojo”.
Salgo del perímetro de la cárcel,
el habitáculo en dónde se pretende socializar, es decir, preparar a unas
personas para la convivencia en sociedad, un espacio masificado, sin los medios
ni la vigilancia oportuna, un espacio que cuenta con sus propias normas y
conductas morales y en el que la violencia y las drogas son un sello del lugar
tan identitario como lo pueden ser los barrotes o los cristales de pasta de
fibra de carbono.
En la calle el sol todavía está alto. Respiro aire tibio y oxigenado.
Dentro empieza la noche.
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