Hace unas horas fue la final de Másterchef. ¡Qué
tensión hasta el último momento! Qué zozobrada estaba yo tras la pantalla
intentando averiguar quién se alzaría, por segunda vez, con el título de Masterchef
España y… Bla, bla, bla… Era todo tan predecible como un truco de
prestidigitación de los malos, de los que te sacan del interior de una chistera
un conejo que no es que esté tieso, es que ya directamente te viene hecho al
ajillo. Y en este caso, no hay mejor comparación.
No obstante, diga lo que diga en este artículo, que
no parezca lo contrario; adoro los programas de cocina. Los veo todos. Desde los
clásicos de antaño en los que el cocinero simplemente hacía lo que su profesión
demandaba, es decir, cocinar, pero tras una cámara y aprovechaba para enseñarte
sus recetas, a los que se han puesto de moda en los últimos años, los realities
de cocina. Soy una cocinillas, me encargo de la sección de gastronomía de un
periódico digital, me fascina conocer todo lo relacionado con el mundo de la
gastronomía y podría dar mil explicaciones más pero creo que con estas son
suficientes para que me crean cuando digo que los realities de cocina son de lo
poco que digiero de la parrilla televisiva y que, por eso, me los zampo glotonamente.
Dicho lo cual, queda claro que todo lo que escriba a
partir de ahora no es más que una pequeña dosis de sal de frutas, en forma de
palabras, para aliviar lo indigesta que, según veo, ha resultado la final del
programa.
Vengo leyendo, desde la semana pasada, a mucha gente
indignada en las redes sociales tras la “inexplicable” expulsión de Emil, un
personaje de esta segunda edición de Masterchef, si bien poco carismático, a
todas luces, con bastante más nivel que el resto de sus compañeros. ¡Tongo!
¡Tongo! Clamaban como si fueran Rodrigo de Triana avistando, por primera vez,
lo que luego serían las Américas.
¿De verdad alguien, a estas alturas, se sorprendía
aún de que el programa siguiera un guión? Lo dudo y mucho, a no ser que fuera
cosa mía y una tenga unas dotes adivinatorias ocultas (cosa que me urge
comprobar, porque de ser así ya voy a estar buscando la forma de
rentabilizarlas) o que, por deformación
profesional, vea tramas y guiones por todas partes (esto último es innegable,
pues no hallo mayor placer que desnudar todo lo que leo hasta dejarlo en paños
menores, pero esa es otra cuestión).
Los ingredientes para la segunda edición de
Masterchef, de entrada, eran, prácticamente, los mismos que para la primera. ¿No era evidente cómo se parecían sospechosamente
los perfiles de los concursantes de ambas temporadas?
Os pongo ejemplos.
¿Recordáis a Cerezo y su famosa tarta de queso, tan
fea como deliciosa? Era un cocinero poco refinado, por decirlo de alguna
manera, aunque tenía algo de mano en la cocina, debemos suponer, ya que había
superado los castings. Yo tuve un déjà vù con él al ver, este año, a Miguel
Ángel. Pensadlo. No diré más.
Otro ejemplo, así, de pasada, el de las dos estudiantes
jóvenes, Paloma y Lola, respectivamente, expulsadas en el primer programa de
ambas ediciones.
Y, ¿qué me decís de la embajadora de las alcachofas,
Maribel? Más carismática, sí, pero igual de entrañable que Churra (que ahora
resulta que tiene su propio club de fans).
No voy a seguir con las comparaciones por no
resultar tediosa, pero ya solo con la semifinal nos queda todo servido blanco y
en botella. Recordemos los cuatro últimos concursantes de la edición pasada y
comparémoslos con los de esta. David, eliminado el cuarto, a un paso de la
final, al igual que Emil. De este modo, las becas para Le Cordon Bleu recaen en
tres personajes/concursantes: el yogurín Fabian en la primera edición y Mateo
en la segunda, una mujer espontánea y de armas tomar que domina las técnicas
hasta cuando improvisa, primero fue Eva Micaela y ahora Viki y, cómo no, el
cocinero campechano que es todo un ejemplo de evolución dentro del programa, Juan
Manuel que ganó el año pasado o su
homónimo de este año, Cristóbal (un homónimo más… dejémoslo en intenso y
dicharachero, qué duda cabe, aunque a mí me tuviera ganada), que se ha quedado
el tercero, perdiéndose el gran duelo.
A la postre, distintas posiciones pero mismos
perfiles en la final.
Precisamente, que Cristóbal esté en la final y no
Emil es lo que ha despertado toda la polémica de los últimos días.
A ver, seamos sinceros, el ser finalista, como es
lógico pensar, lleva aparejada, además de las famosas becas en Le Cordon Bleu,
toda una parafernalia de aparecer en los medios, firmar algún contrato,
etc etc y, señores, por mucha
esferificación y mucho nitrógeno que veamos, este es un programa de televisión
antes que de comida. Nos guste o no, es un reality; los hay de cocineros más o
menos doctos en la materia (no olvidemos Topchef), los hay de cantantes (como
Operación Triunfo), los hay con complejo de experimento sociológico (las
autoridades sanitarias advierten que si ves estos últimos, tu cerebro encoge
hasta alcanzar el tamaño del cerebro de una avestruz que, por si no lo sabes,
es más pequeño aún que sus ojos, ten cuidado), en definitiva, realities los hay
de todo tipos y Masterchef es uno más.
Esto es fácil verlo cuando ya empiezan a meter
concursantes que pueden ser “problemáticos” en las pruebas. Este año, como era
predecible, ya hemos tenido a una concursante vegetariana, ¡anda que no daba
morbo televisivo verla cocinar carne o, mejor aún, enfrentarse ya en los
primeros programas a una careta de cerdo! Nunca hubo más carne en Másterchef
que mientras Celia fue concursante.
Además, Mateo es celíaco, no olvidemos, pero la
celiaquía da menos juego, qué le vamos a hacer…
Luego hemos tenido escenitas propias de un plató de
Sálvame gracias a Gonzalo y sus rencillas con Marina y el jurado. ¡Hasta llegó
a abandonar la casa! Perdón, digo, el programa.
Vaya, que si en vez de a los hermanos Roca hubieran
invitado en la final a Mercedes Milá, a mi no me hubiera extrañado.
La final, en sí, me resultó un poco sosa, sin
embargo me la tragué porque ya os digo, estos programas son de mis platos
preferidos y mucho se tienen que chamuscar para que yo no los vea. Ni el
montaje audiovisual, incluyendo las carreritas al final, ni la música de
tensión, ni los planos al reloj, consiguieron llevarme la sangre a ebullición,
ni un leve chapoteo noté.
Al principio, los espectadores solo veíamos fallos
de Mateo para que comparáramos y nos quedara claro lo muy profesional que es
Viki a quién ni los nervios le pueden. Yo ya pronosticaba que por mucho que al
bizcochito se le quemaran hasta sus
propios bizcochitos, al final sacaría un postre que elogiarían mucho pero la
ganadora sería Viki, porque estas cosas del guión dan lugar a poca
improvisación.
En las redes sociales también se sabía que el
pescado estaba vendido y nosotros solo visionábamos una gala paripé.
Poco más puedo comentar que no se haya dicho ya en
los medios, si hasta tuvimos, después, Gran Hermano, el debate…, perdón, el
subconsciente es harto traicionero y lo traigo frito, tuvimos el comentario de
la final de Másterchef con momentos emotivos, repeticiones lacrimógenas, un
invitado polémico (¡trajeron a Gonzalito!), invitados del mundo de la
gastronomía, invitados de esos que uno no sabe qué pintan ahí y un poquito de
making off que siempre es curioso de ver.
Sin embargo, y como avisaba, todo esto no quiere
decir que demonice al programa, ni mucho menos. Solo digo que Masterchef me
resulta como un plato de macarrones con tomate de bote: una ambrosía que
cualquiera puede catar y que, por eso mismo, uno está harto de probar y conoce
perfectamente a lo que sabe así cambie la marca de la pasta, del tomate o del
queso rallado, atún o la proteína que se le quiera agregar. Esas sencillas
elaboraciones que, sea como sea, gustan y uno va comer siempre que se lo sirvan
sin empacharse.
Los que le tengan miedo a los carbohidratos o no les
apasione el mundo culinario, no lo van a degustar, pero a los que sí, aunque
nos lo sirvan con la pasta pasada de cocción, nos lo vamos a comer igual.
Así que, si no me cambian el jurado que es sabroso,
sabroso, y no lo digo solo por Jordi Cruz, que también, sino por las
intelectuales opiniones de Samantha Vallejo («es bonito», «está rico») y el
buen yantar y humor de Pepe Rodríguez, yo
me sigo declarando muy fan del programa y pienso ver todas las próximas
ediciones que hagan de él, tanto en la versión adulto como en la infantil.
Mientras tanto, pónganle sa… Perdón, es que el guión
de Eva González era muy bueno y siempre que veo una película que me gusta me
paso días repitiendo las frases míticas. Es como la canción del verano; ya se
me pasará cuando refresque un poco.
Pues sí, un poco cantado sí que estaba y eso que por los comentarios parecía que todo iba a favor de Mateo. En fin, me pareció un poco injusto.
ResponderEliminarGracias por tu aportación, María. La verdad es que yo también hubiera preferido otro resultado para la final. Me gustaba mucho más Mateo que Viki, a quién se la sudaba la alta cocina en la semifinal, según decía. Pero buscaban tres personajes mediáticos para las becas y, se ve, que este año ganara una mujer y así ha sido.
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