Él le dice que
van a llegar tarde. Ella le contesta que eso es imposible porque el muerto está
bien muerto y no hay forma de que se eche andar, se vaya a la puerta de entrada
de su casa y se quede allí anclado esperándolos con gesto de impaciencia para, al
verlos llegar, recibirles con la muñeca izquierda alzada y el dedo índice de la
mano derecha tamborileando la esfera del reloj. Él le pregunta si ha terminado
de arreglarse. Ella le dice que todavía no porque tiene que echarse su manita
de pintura en la cara, no vaya a ser que los allí presentes, al verla tan
paliducha, de puro espanto, la quieran velar también. Él se pasea por la casa
arrastrando la suela de los zapatos y no es hasta que comprueba que ella ha
guardado todo el maquillaje en el tocador cuando se atreve a interrogarla de
nuevo: «¿Por fin?». Ella le responde, sin ocultar su desidia, que solo le falta
echarse perfume para disimular el olor a muerto que de seguro se le va a pegar
en la ropa, porque ese es un olor que se adhiere al tejido más aún que el del
tabaco.
De camino, él
conduce y ella habla: de la subida de la luz, de las rebajas, de
los vecinos y de las maldades de su suegra que siempre se anda metiendo en todo
y menos mal que ella es muy conciliadora
y no quiere problemas familiares que si no ya le hubiera dicho unas cuantas cositas
que es hora que alguien le diga a esa mujer.
Cuando llegan,
descubren que no hay nadie en la casa del difunto y ella sentencia que eso es
porque todos deben haberse ido a la misa y que ya sabía ella que lo mejor era
ir directamente a la Iglesia.
Él conduce, de
nuevo, pensando en el afortunado muerto y su sosegado descanso entre cuatro
paredes de madera que para él las quisiera.
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