Ocurrió en una ciudad
con insomnio, llena de bares y sillas en las puertas de las casas al caer la
tarde.
En una noche de un verano rezagado, Laura se tiró sobre el colchón de su
cama, con los brazos en cruz. Sentía los hombros cargados y la espalda tan
pesada que se hundía por segundos en el viscoelástico, como si le hubieran
recubierto de plomo el amasijo de vértebras de la columna.
La habitación, iluminada tan sólo por la luz nebulosa de una obesa luna,
dibujaba sombras en el techo. Aunque Laura tenía los ojos clavados en él, no
las veía, su mente estaba en otra parte, en el mostrador grasiento de la
carnicería de sus padres. Podía ver los chorizos y las longanizas, las chuletas
y las costillas, las pechugas de pollo perfectamente dispuestas unas encima de
las otras, los filetes de lomo y los de ternera. Las bandejas sucias de agua
rojiza y pedazos de pringue. Podía ver hasta los bloques negros de sangre
gelatinosa. Semejante visión le daba arcadas. Tuvo que taparse la boca porque
por un momento, pensó que vomitaría el yogurt light y la manzana que acababa de
cenar.
Susana, su compañera de piso, entró en la habitación sin pedir permiso,
encendió la luz y se sentó de un salto en la cama de Laura. Ella no se inmutó y
Susana, por hacerse notar, empezó a pellizcare en un muslo.
—¿Has pensado ya qué vas a hacer?
—Aún no lo sé —Su voz, quebrada por la confusión, se hacía
inteligible. Laura era una chica del montón, de pecho generoso y caderas
anchas, lo que la hacía una chica del montón apetecible cuando se arreglaba —. Estaba
en ello hasta que has llegado — En realidad, Laura estaba en ello desde hacía
una semana cuándo recibió las notas de sus dos últimos exámenes de su carrera
de Historia y empezó los trámites para cerrar su expediente. Llevaba todo el
verano en un estado de sedación amnésica inducida por el agua del mar, las
horas de siesta y los 42º a la sombra. Pero cuando echó toda la anestesia
haciendo cola en la secretaría de su facultad, de pronto, recordó su famélica
cuenta corriente y el hecho de que, una vez terminados sus estudios, se le
terminaban las becas con las que subsistir. Papá Estado se desentendía de ella
por primera vez en la vida.
—¡Pues a mí me tienes que avisar con tiempo! Si te vas del piso, me
tengo que buscar la vida yo también... —Susana era algo mayor que Laura. A sus
veintiocho años aún continuaba estudiando psicología, una carrera que no tenía
prisa por terminar y para la que nadie, especialmente Laura, la veía apropiada.
Compaginaba el poco estudio con su trabajo como camarera de un bar de tapas, y
con largas noches de fiesta cuando libraba —Yo creo que te estás complicando la
vida tontamente.
—Tú lo ves todo muy fácil porque llevas años en el mismo
trabajo y no sabes lo que cuesta encontrar uno.
Laura tenía que encontrar trabajo pronto si no quería tener
que marcharse del piso en el que vivía de alquiler con Susana y regresar a
vivir a casa de sus padres. Ellos decían que aquella era su casa y que podía
volver cuando quisiera, fingían estar encantados con la idea pero Laura se daba
cuenta de que no era así porque su madre le hacía amenazas sutiles, disfrazadas
de buenas intenciones que una hija sabe reconocer. «Pero ya no tienes edad de
estar todo el día vagueando en casa. Tendrás que echarnos una mano en la
carnicería. Algún dinero te daremos, para que te pagues tus salidas».
—No te hagas la tonta, que sabes a lo que me refiero
—Susana arqueó las cejas y se inclinó un poco sobre Laura que permanecía
tendida para que viera la sorna en la expresión de su cara sino la había
apreciado en el tono de sus palabras —. ¿Qué pasó con el profesor que te iba a
dar un trabajo?
—¡Tía, qué dices! Eso ni lo mientes —Eso, la proposición de
su profesor, era algo que a Laura le daba casi tanto asco recordar como el
mostrador de la carnicería de sus padres—. Tengo que estar muy desesperada y ni
por esas —dijo Laura y se incorporó en la cama.
Don Mario, su profesor, un hombre
que estaba ya en el ocaso de los cuarenta, siempre miraba a Laura en clase con
una mirada que a ella le era muy familiar, era la misma mirada con la que su
abuelo acechaba a la olla de cocido que su abuela hacía los domingos y, cuando
sacaba los avíos de la pringá, tenía que morderse los labios y aguantarse las
ganas porque a él, como tenía el colesterol por las nubes, no le dejaba
probarla. Se enfadaba mucho, odiaba tener que conformarse con la carne seca e
insípida que no tenía grasa. Siempre intentaba camelar a la abuela, «Por una
vez no pasa nada. Luego ceno lechuga y compenso. De algo se tiene que morir
uno».
Al principio a Laura esas miradas
no le molestaron demasiado. Realmente su profesor tenía unos rasgos de alguien
que ha sido atractivo pero que se ha deteriorado con la edad y le daba un morbo
extraño sentir que la observaba. Más tarde, sus compañeras de clase empezaron a
hacer bromas sobre esas miradas, de las que ya se había percatado todo el mundo
y eso le incomodó. Pero era el profesor de una de las peores asignaturas del
último año de carrera y Laura sabía que una sonrisa a tiempo y una mirada
limpia y de aparente interés en clase, le ayudarían mucho más que horas de
estudio.
Pocos días después de que Laura
hubiera hecho el examen del profesor Don Mario, éste la mandó a llamar a su
despacho para la revisión del mismo. Le avisó con aparente desinterés y
formalismo, como si no hubiera nada de personal en aquello, con un asterisco al
lado de su nombre en la lista de clase con las notas y una aclaración a pie de
página.
Ya en su despacho, la entretuvo un
rato con frases típicas sobre lo buena alumna que era, aunque ella sabía que,
probablemente, ni se habría leído su examen, y le recomendó echar su currículum
para cierto puesto como becaria en el departamento de su área que se iba a
quedar vacante en navidades.
Aquel día Laura se zafó como pudo y
salió del despacho. « Gracias profesor, es usted muy amable. Lo tendré en
cuenta, de verdad, es una oportunidad».
Sunana, que entre sus virtudes
contaba con la de ser una chica incisiva, cuando no cansina, esperó un rato a
que Laura le diera mayores explicaciones. Sin embargo, no obtuvo respuesta.
Laura continuaba callada con la mente en otra parte.
—¿Y por qué no? —preguntó
retóricamente Susana para retomar el tema —Sólo tendrías que ir tirando de
ahorros unos meses y...
—¡Pero qué te crees que soy! —gritó
Laura. Le hastiaba hablar sobre el tema.
—Tampoco te va a hacer nada. Ya
quisieran otras acabar la carrera y que la metan de becaria en la Universidad.
—¡No pienso tener un trabajo a
costa de que me enchufe un viejo verde!
—¡Uy, esta sí que es buena!
“enchufe” —Susana hizo comillas con los dedos índice y corazón de ambas manos—,
“viejo verde”. ¡Estas llena de prejuicios, tía! Pues te diré una cosa, hoy día,
tener prejuicios es una soplapollez —A Susana le gustaba decir palabras y
frases hechas que sonaban muy modernas, muy transgresoras o eso creía ella
aunque en realidad no hacía más que repetir lo que oía decir a sus clientes del
bar.
* * *
Cuando el verano empezaba a hibernar, Laura encontró trabajo en una
pequeña tienda de ropa, en un barrio de la ciudad que quedaba bastante lejos de
su piso. Le pagaban poco. No le importaba. Era algo eventual, estaba segura y
se autoconvencía, «Por lo menos voy
tirando, hasta que encuentre algo de lo mío».
La ropa que vendía esa tienda era
juvenil, de estilo desenfadado, por eso las clientas eran, las más de las
veces, chicas jóvenes que parecían tener mucho tiempo libre siempre. Cogían un
conjunto y otro de ropa y luego lo dejaban amontonado en el mostrador de los
probadores. Hablaban como rumiando, tenían el rostro coloreado y ademanes
bruscos.
A Laura no le gustaban sus
clientas. Le parecían maleducadas a las que le hubiera gustado hacer tragar un
diccionario, con pastas y todo. Pero tragaba saliva y fingía. Ella siempre
digería los grandes males con un poco de saliva como cuando de niña tenía
placas en la garganta y su madre le hacía tomar un antibiótico que sabía a vómito
o a puchero en mal estado; ella se lo
tomaba sin rechistar aunque sintiera arcadas y ni siquiera bebía agua después,
solo tragaba saliva para deshacerse de los restos de antibiótico que se le podían
haber quedado en la boca. Lo hacía porque tenía la lección aprendida: si
aguantaba el mal trago unos días, pronto desaparecería el dolor en la garganta.
Cierto día, cuando llevaba poco
trabajando, su jefe la llamó para hablar a parte.
—Laura, estoy contento con tu
trabajo —su jefe andaba rozando los cuarenta y tenía el porte chulesco de quien
se cree con veinte años menos, por eso aún se dejaba el pelo lo suficientemente
largo como para podérselo engominar y peinar hacia atrás —, había pensado en
hacerte un regalo, cógete lo que quieras de la tienda, tres, cuatro conjuntos.
—Muchas gracias, pero no hace
falta, de verdad —dijo Laura que intuía las verdaderas intenciones de su jefe.
—Insisto, Laura. Además, para mi es
una inversión —su jefe se sinceró—. Cuando las clientas vean lo bien que te
quedan algunas prendas, seguro se les antoja comprárselas. Las chicas son así
“culo veo...” —su jefe rió mostrando toda la dentadura y algún que otro empaste
de aluminio. Finalmente se marchó dando por zanjado el tema.
Laura siguió las indicaciones de su
jefe. Al principio se enfadó, pensó que indirectamente su jefe le estaba
obligando a vestir de una determinada manera o que le había insinuado que no
iba bien vestida. Más tarde, en su piso, siguió pensando en el tema, pero lejos
de sentirse furiosa se sentía avergonzada. Se miró al espejo y se dio cuenta de
que, ciertamente, tenía que cambiar un poco su estilo. Pensó que podría tomárselo
como si esa ropa fuera el uniforme de trabajo, de hecho, muchas tiendas hacían
lo mismo y ella lo sabía.
Terminó de convencerse cuando le
contó lo sucedido a Susana.
—Te quejas de vicio, tía. A mí, mi
jefe, en tantos años, sólo me ha regalado el delantal negro que traigo a casa
todas las noches comido de mierda —dijo Susana. Ladeó la cabeza de un lado a
otro con insistencia, como si apartara de su mente una idea estúpida.
—Ya... Vamos, sé que es una
tontería pero, no sé... Estaba pensando que se empieza así y...
—¿Y qué? ¿Has visto las manos y
muñecas de las chicas que trabajan en joyerías? Una dependienta es un
mostrador, de toda la vida... ¿Has visto las dependientas de Stradivarius, de
Blanco, de H&M y todas las franquicias de ropa? No me puedo creer que
estemos teniendo esta conversación, Laura.
—Que sí, que lo sé... Pero si fuera
una tienda tipo franquicia pues claro, no tendría duda ninguna solo que la
tienda dónde yo trabajo es pequeña y no es lo mismo.... Mis compañeras van
vestidas como les da la gana.
—Porque tus compañeras tendrán mejor
gusto al vestir —dijo Susana que llevaba tiempo queriéndole soltar una
indirecta así.
—¿Piensas que visto mal?
—No... Sólo que preferiría
cambiarme la ropa con mi abuela que contigo, pero nada, bien, eh... Muy en tu línea.
—¡Exagerada!
A Laura le dolieron las palabras de
su compañera de piso. Aunque ella ya hubiera llegado a esa misma conclusión, no
era lo mismo que oír cómo se confirmaban sus sospechas por boca de alguien.
—A ver, no, ya en serio —dijo
Susana consciente de lo brusca que había sido —. No es que vistas mal, ni
antigua. Sólo que no te sacas partido, no marcas nada, no enseñas nada...
—Que sí, que lo pillo.
Laura comenzó a llevar la ropa que
le había regalado su jefe, al trabajo. Se sentía “guapa”, se miraba el espejo y
se gustaba. Tampoco es que hubiera cambiado gran cosa, se repetía, sólo que
ahora vestía vaqueros eran más ceñidos y blusas más ajustadas. Se le marcaban las
caderas y se dejaba intuir su pecho. No le gustaba enseñarlo demasiado porque
sabía que era su punto fuerte y era lo que precisamente hacía que los hombres
agacharan más de la cuenta la cabeza cuando hablaban con ella y eso la
incomodaba mucho. Cuando alguien la miraba así, con demasiado descaro, Laura
sentía cómo se metamorfoseaba en un pedazo de carne cruda como los que sus
padres exponían en la cámara frigorífica de la carnicería.
Al poco tiempo, Laura se dio cuenta
de que se empezaba a repetir con la misma ropa, así que hizo algo que, según
supo, hacían sus compañeras de trabajo: comprar ropa de la tienda que su jefe
les dejaba a precio de saldo. También se empezó a comprar algunos complementos
que tenían en la tienda. Y a pintarse un poco antes de ir a trabajar.
Con tantas compras, el sueldo iba
disminuyendo. Cada vez le pesaba menos hacerlo y eso la tranquilizaba. Era el
precio que tenía que pagar por integrarse en el trabajo y mejorar un poco su
imagen, se justificaba. También llegó a empatizar un poco con sus clientas. Aún
quería hacerles tragar un diccionario aunque ya uno sin pastas, o incluso, uno
de bolsillo que fuera más digerible.
Cuando el otoño ya estaba cogiendo
complejo de invierno, Laura había conseguido sobrevivir a casi tres meses de
trabajo que no fueron tan horribles como al principio pensó.
Por aquella fecha su jefe de nuevo
la hizo llamar a parte.
—Laura, quería hablar contigo
porque —bajó un poco el tono— esta mañana nos ha entrado un sujetador nuevo,
muy mono, que por lo visto está muy de moda ahora, de esos con relleno de no sé
qué y push up de yo que sé ... Ustedes sabréis mejor. No es como los otros
modelos, es uno nuevo, un poco más caro —Laura asintió, sentía toda la sangre
subiéndole al rostro —. El caso es que, se puede vender muy bien pero hay que “saberlo
vender”. Me entiendes, ¿no? —Laura asintió de nuevo, mientras la sangre se
le condensaba en los pómulos — Y había pensado que deberías ponértelo con
alguna camiseta ajustada o un poco escotada, ya sabes, y...
—Es que yo no.... —Laura hablaba
titubeando.
—Ya, mujer, sé que no te hace
falta. Vamos, que se te nota por encima de la ropa, no es que te esté yo
mirando, ni nada —rectificó su jefe incómodo ante la timidez de Laura —. Sabes
de sobra que tus compañeras no lo lucirían igual, es cosa de que lo lleves unos
días y le hables de él a las chicas cuando vengan a comprar. Tú sabes, en plan
buen rollo como cuándo le aconsejáis qué falda o qué camiseta les sienta mejor.
A las chicas les encanta aparentar y sobre todo con el pecho. No te digo nada
que no sepas. Tú les dices que el sujetador hace milagros, te creerán al verte
y así al menos las convences para que se lo prueben y luego una cosa lleva a la
otra.
Finalmente, Laura aceptó, más por
compromiso que por otra cosa.
El primer día se le clavaban los aros del sujetador y se sentía como una
morcilla. Al segundo ya se olvidó de que lo llevaba puesto. A su manera, hasta
le hacía algo de gracia. La estrategia de su jefe funcionó y llegaron a ir a la
tienda chicas de la otra punta de la ciudad preguntando por el famoso sujetador.
La propia Susana le encargó uno, muerta de la risa. «Al final se te va a dar
bien esto de vender y enseñar pechuga».
Dos semanas después, mientras
atendía a unas clientas, su jefe se le acercó y le dijo que quería hablar con
ella cuando se desocupara.
Laura fue a la caja para hacer el
cobro pero al abrirla notó como se le quedaban los dedos pegados y tuvo que
tirar fuerte de ella y meter las uñas para sacar el cajón. Dentro, los billetes
se habían esfumado, en el cajetín de los billetes grandes había filetes de
ternera, finitos, estrechos apilados unos encima de los otros, en los otros
cajetines filetes de lomo y de pollo, algo más pequeños y en la zona de las
monedas, pequeñas rodajas de morcilla y chorizo. Laura volvió a sentir arcadas,
no daba crédito a lo que veía.
Con repulsión, dio el cambio a las
chicas: un par de filetes de pollo y algunas rodajas de chorizo. Se le metió la
grasa por las uñas que se quedaron negruzcas y las manos le chorreaban de agua
rojiza.
Se limpió las manos en el mostrador
y restregándola sobre sus piernas. Cerró el cajón de la caja empujándola con un
dedo y se fue de la tienda.
* *
*
Laura cogió su abrigo antes de
salir de casa. Fuera, en la calle, hacía frío. Decidió coger también una
bufanda y echar un pequeño paraguas en el bolso porque el tiempo estaba algo
revuelto.
Caminó, durante un rato,
dirigiéndose con pasos mecánicos hacia dónde tenía pensado. Al llegar, Laura
comprobó detenidamente que el pomo de la puerta no pringaba. Confiada, llamó
con los nudillos dando dos toques sonoros. Del otro lado, se oyó una voz
carrasposa, «Adelante».
Laura abrió la puerta y se quedó en
el quicio sin decir nada.
Sentado en su escritorio, Don Mario
la observó por encima de unas gafas que había empezado a usar. Sonrió
complacido y la invitó a entrar.
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