Desde hace mucho tengo el presentimiento de que cuando ronde los sesenta años me va a
entrar nostalgia y, como una cosa lleva
a la otra, terminaré desarrollando el síndrome de Diógenes y en mi casa
acumularé objetos-basura a los que llamaré “recuerdos”. Pero el otro día
descubrí que esa patología ya la padezco, al ordenar el soberao y encontrarme
con un montón de basura muy particular: los trabajos de copy-paste, esos
trabajos tan típicos como absurdos que nos mandaban a hacer los profesores en
el instituto los cuales consistían, básicamente, en buscar información sobre
cualquier cosa desde los tipos de aves a la vida, obra y milagros de un pintor,
escritor o vete a saber quién.
Eso te llevaba, irremediablemente, a bucear entre los tomos
de la Enciclopedia Espasa que toda familia de bien tenía en su casa o alguna
similar que tus padres hubieran coleccionado por tomos con las entregas de
algún periódico o que hubieran comprado en el Círculo de Lectores o, peor aún,
que se la hubieran endosado un par de enchaquetados que un día habían llamado a
tu casa para ofrecerles la salvación para los estudios de sus hijos, al alcance
de tropecientas sanguinarias cuotas y, de regalo (si tenías suerte), el
diccionario medicinal con el que uno podía autodiagnosticarse cuando no había
Internet. ¡Qué tiempos! Se me abren las carnes de puro estremecimiento al
recordar.
Luego, tenías que iniciar una tediosa labor, que ríete tú de
la de los copistas medievales, y que
consistía en transcribir todo lo hallado en la enciclopedia, pero yo, que era
una chica de recursos acorde con los tiempos que corrían (finales de los 90)
cogía mi Olivetti 25 y derrochaba profesionalidad redactando mi trabajo a
máquina. Una máquina de escribir no es como un teclado actual, una máquina de
escribir requiere de verdadera destreza y fuerza en los dedos, de un buen
dominio del carro, las escalas y de la palanca de retroceso y requiere, sobre
todo, de un buen bote de típex a mano.
Daba igual si escogías la opción de hacer tu trabajo a mano
o a máquina, siempre sucedía que te saltabas una o varias frases en un momento
dado del trabajo porque sí, porque era lo protocolario, pero no importaba
porque lo sabías tú y lo sabíamos todos: nadie iba a leer ese trabajo.
Más tarde, empezaron a
aparecer en los hogares los ordenadores y aunque la tecnología poco a
poco fue avanzando, la originalidad de la mayoría de los profesores, no. Así
que empezó una nueva etapa, la de hacer trabajos contando con un armatoste
cabezón en el escritorio y un cómodo teclado. Ahí fue cuando nacieron las
enciclopedias de ordenador y de entre ellas la mítica ENCARTA. Murió, así, la
labor de copista y el trabajo con la máquina de escribir; uno solo tenía que
buscar lo que querías y copiar y pegar el texto en un documento. CTRL + C y CTRL+ V supuso un invento, para los chicos de mi edad, a la altura del
descubrimiento de la penicilina. Y nos convertimos, como muchas veces he leído,
en “la generación del copy-paste”.
Lo malo de la ENCARTA es que era traicionera y, cuando menos
te lo esperabas, te colaba un “Véase tal
cosa” en medio del texto. Por eso, uno tenía que intentar deshacerse de las
pruebas del delito del copy-paste antes de imprimir el trabajo, aunque tampoco
había que ser muy cuidadoso porque, como sabías (eso tampoco había cambiado con
los años), tu profesor no iba a leer ese trabajo.
Hoy por hoy, la ENCARTA hace mucho que está demodé, la ha
sustituido la tan idolatrada como traicionera WIKIPEDIA que ejerce la misma
función pero atesora muchísimas más entradas y si te falta alguna la puedes
redactar tú mismo. ¡Todo son ventajas! Claro que, si te quieres poner ya
profesional del todo, puedes pedirle una ayudita al Dios Google, que escupe
entradas como si no hubiera un mañana por extraño que sea lo que le preguntes.
Lo curioso es que esos trabajos de mierda, porque hay que
llamar a las cosas por su nombre y en base a su utilidad, o de copy-paste, si
me pongo explícita, eran y son trabajos cuyas notas se dan al peso, en función
del número de páginas.
Atesoro muchas anécdotas sobre este tipo de trabajos.
Recuerdo a un profesor de Educación Plástica que mandó la tarea de hacer un
trabajo sobre pintores impresionistas y dio a sus alumnos, disque para darles
idea y ayudarlos, una lista de pintores impresionistas en la que incluyó a
Rembrandt (pintor del siglo XVII) a modo de gazapo, para comprobar si alguien
realmente leía la información que, evidentemente, iba a copiar de alguna
enciclopedia. El resultado a su particular prueba fue muy esclarecedor: todos
sus alumnos incluyeron a Rembrandt en sus trabajos porque estaba en la lista y
en ningún momento, los pocos que notaron que la fecha de vida del pintor no
concordaba con la del movimiento pictórico, se plantearon cuestionarse una
lista dada por un profesor. Eran, éramos, alumnos con nula capacidad crítica.
Ahora vuelvo la vista atrás y no entiendo por qué aún no me
había deshecho de todo ese puñado de trabajos que se escribieron para que nadie nunca los leyera y
de los que no aprendí nada, pero le he puesto remedio a tal despropósito
tirándolos todos a un contenedor de reciclado y salvando, así, algún que otro
árbol.
Ya más en serio, me
pregunto si no había otra forma más ocurrente de hacer que los alumnos se interesaran
por ampliar conocimientos sobre una cuestión.
Los trabajos de copy-paste, entre otros absurdos ejercicios,
como el de vomitar tochos memorizados la tarde antes sobre exámenes que no
demuestran ni tus conocimientos ni tus capacidades, más allá de tu capacidad de
memoria a corto plazo, son los que te catapultan a la Universidad y, puesta a
hacerme preguntas, me pregunto también, quién va a enseñar a los universitarios
que una investigación o, incluso, una simple búsqueda de información, no
consiste en copiar y pegar aunque hayan sido educados con esa idea.
Cuanta razón
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