Lunes de la primera
semana de junio. En Los Palacios y Villafranca, un pueblo de Sevilla, el reloj
de la segunda parada de autobús marca las ocho y un minuto de la mañana. Justo
encima, un cartel publicitario anuncia una oferta de bikinis a 25,99 euros y
bañadores de hombres a 19,99 euros en el Corte Inglés. De fondo, la fotografía
de una pareja joven, muy bronceados y muy rubios ambos. Ella tiene cintura
ancha, caderas estrechas y pecho generoso. Él tiene torso atlético y piernas
fuertes. Se ríen mostrando una dentadura blanca de dientes perfectamente
alineados. El reloj parpadea. Desaparece la hora y marca la temperatura: 31º.
En la parada hay una
veintena de personas esperando el autobús con destino a Sevilla a las que
progresivamente se van incorporando gente. Poco a poco, van formando una
especie de cola. Unos cuantos charlan entre sí. Otros esperan callados, cambiando
continuamente de postura. Otros, incluso, aguardan bostezando.
Un chico que viste
traje de corbata pero que no aparenta más de treinta años, se fuma un cigarro.
Una chica que está a su lado lo mira insistentemente y cuando éste le devuelve
la mirada, ella se pasa la mano por la nariz a modo de parabrisa.
—¿Qué pasa Carmen? ¿Ya
vamos pa Sevilla no?— grita Concha, una señora de unos cincuenta años de pelo
corto, medio rubio y medio canoso a partes iguales, desde la otra punta de la
cola y la atraviesa hasta acercarse a la que parece ser su conocida y a la que
saluda con un par de palmadas en el brazo.
Carmen, su supuesta
conocida, es algo mayor y está justo al inicio de la cola junto con otras
mujeres.
—Como to los días
Concha, ¡qué le vamos a hacer! —dice Carmen.
El resto de la cola la
forman grupos de jóvenes.
Sergio cruza el paso de
peatones que hay enfrente de la parada y se incorpora a la cola. Tiene veinte
años y está en el primer curso de la Licenciatura de Historia. Permanece en la
cola unos minutos mirando de un lado a otro como buscando a alguien. A los
pocos segundos su mirada se cruza con la de una chica alta de pelo moreno y
rizado que le sonríe. Es Sandra. Sandra tiene un par de años menos pero también
va a primero de carrera, es su compañera de clase.
—¡Sergio! ¡Ven! —Sandra
hace ademán con la mano como para que se acerque.
Sergio se acerca a ella
con media sonrisa dibujada en la cara.
—Qué empollona, ¿te lo
sabes todo?—dice Sergio
—Puf qué va. Solo me he
estudiado hasta el tema quince. Los demás ni me los he mirado. Me parece que
voy a suspender – dice Sandra.
—Siempre dices lo mismo
y luego apruebas.
—Que
no, joder. Y tú, ¿qué tal?
—¿Yo? Como siempre,
como el puto culo. Pero me he levantado a las cinco, eh, este es el segundo Redbull
que me tomo hoy —dice Sergio. Se quita
la mochila, la abre y saca un Redbull que le restriega a Sandra por las
narices.
—Tío, que eso es malo,
tanto Redbull...
—¡Anda ya!
Un poco más adelantados
en la cola se encuentran Julián y Mario charlando. Ambos tienen diecinueve años
y están haciendo un módulo de grado medio en Sevilla: Mario lo hace de
carpintería y Julián de electricidad.
—¿Fuiste el sábado al campo del Juan? —dice Mario
—Qué va tio, no pude
–dice Julián.
—Yo tampoco, pero me ha
dicho esta gente que se pusieron todos tajaos. Al Isra se lo tuvieron que
llevar al ambulatorio y todo pa que le pusieran la inyección esa...
—¿Qué inyección?
—La que te ponen pa que
se te baje el alcohol de la sangre.
—Ah, la de B12.
—Ea, esa.
—¿Y le pasó algo? —dice
Julián y se agacha. Se ata los cordones de una de sus zapatillas de deporte.
—No. Vamos, se hartó de
vomitar y luego lo llevaron a su casa, ya está.
El autobús de las ocho
llega. Viene casi lleno de la primera parada. Frena y abre la puerta. Del motor
emana un aire denso.
Todos los que están
formando la cola se empiezan a agolpar. Y conforme van entrando, el resto va
avanzando, muy juntos todos, pegados los unos a los otros.
Mario se pone de
puntillas, parece que intentara mirar por encima de la cola al sitio del
chófer.
—Coño, ¡el gordaco! —le
dice Mario a Julián.
—Qué cabrón eres tío
—dice Julián.
—Eh, quillo, que yo no
me meto con cualquiera pero es que este tío es más malaje… Cuando no tienes
cambio o algo pa el billete, el tío se pone to borde y que te deja en tierra,
vamos.
—Sí, pero desde que le
pasó lo del accidente ya no dice más nada. Está cagao temiendo que lo echen.
—Ya, pero tuvo el
accidente porque estaba loco y corría mucho. ¡Menos mal que no le pasó nada a
la gente!
—¡Verdad, tío! Ahora lo
han puesto por la mañana, pa mí que este es el que va a hacer todos los días el
turno de las ocho.
—¡Venga ya! Pero es que
ahora siempre va pisando huevos pa que no le digan anda. Hoy no llego a tiempo,
fijo —dice Mario. Mira el reloj de su muñeca. Luego mira el reloj de la parada
y vuelve a mirar el reloj de su muñeca.
—Bueno, te saltas la
primera hora, ya ves tú.
La cola sigue avanzando
hasta que todos entran en el autobús. Sandra y Sergio consiguen los últimos
asientos. Tras ellos, cuatro personas se quedan de pie en el pasillo. La puerta
del autobús se cierra.
Lunes de la segunda
semana de junio. Son las ocho y diez minutos. El autobús de Los Palacios está
saliendo del pueblo rumbo a Sevilla.
El gordaco, o como lo
bautizaron sus padres, Manolo Jiménez, conduce el autobús. Justo detrás del
asiento del conductor hay una fila de asientos puesta de espaldas al conductor.
Esos asientos a menudo son ocupados por señoras que aprovechan así para formar
sus propios corrillos de cuatro, dos y dos enfrente.
En el lado del
conductor, el corrillo hoy está ocupado por Carmen y Concha y en la fila de
enfrente María José, una mujer de unos cuarenta años que viste como si tuviera
veinte menos. Va arreglada, aunque la ropa no es de marca, parece de
mercadillo. Se la ve maquillada. La base de la cara es de un color discreto,
apenas se ha puesto colorete y ni se ha tocado los labios pero en los ojos
lleva un par de parches azules delineados con eyerliner. La mujer porta consigo
una bolsa de papel enorme de color roja y repleta de cosas que pone justo a su
lado. En cada curva que toma el autobús agarra la bolsa con fuerza, pues esta
empieza a tambalear.
—Carmen, ¿tú conoces a Maria José? Es la
hija de Encarnita, la que vive en tu calle —dice Concha dando unas palmaditas
en las piernas de María José.
—Claro, ¡cómo no la voy
a conocer! Se ha criado en mi calle hasta que se casó —Carmen imita el gesto de
Concha.
María José se remueve
en el asiento y quita ligeramente del alcance de las dos señoras sus piernas.
—Pero niña, ¿tú no te
habías separado? —dice Carmen.
—Sí, hace ocho meses ya
—responde María José
—Escucha Carmen,
resulta que desde que separó empezó a trabajar sirviendo en una casa en
Sevilla, pero ahora su señora se ha puesto muy malita. Esa mujer ya no está…
¿Verdad Maria José? —María José asiente — Y entonces le han dicho los hijos de
su señora que la van a internar en un asilo porque no pueden ocuparse de ella.
Es que ya no habla apenas, vamos que está fatal. Y cuando la lleven al asilo
María José se va a quedar sin casa. ¡A ver dónde va a encontrar un trabajo! Y
para colmo, su marido todavía no le pasa la pensión de los dos niños, como no
se ha celebrado el juicio y eso… Te lo digo por si sabes tú de alguna casa que
necesiten a una mujer pa servir. Vamos, que ella en la casa que está todavía le
puede quedar un mes perfectamente, entre que los hijos de su señora arreglan
las cosas para internarla y no.
—Pues a ver si me
entero por ahí de un trabajito en alguna casa. Yo te aviso, mujer. Pero vamos,
¿tu marido no te da ni un duro aunque sabe que tienes que darle de comer a los
niños, no? ¡Valiente sin vergüenza! —dice Carmen.
—¡Ya ves, Carmen! ¡Lo
que tiene que aguantar una!—María José se recoge el pelo con una gomilla que
lleva en la muñeca — Mira, yo de ese ya no quiero nada. Yo estoy muy feliz
ahora. Yo no podía seguir así… Ahora, cuando me apetece salir un ratito salgo y
cuando no me apetece no salgo. Tengo a mis niños que ya son mayorcitos y no me
dan ruido. Se pasan toda la tarde jugando en la calle o haciendo sus deberes en
casa, no necesitan a nadie y yo les dejo su almuerzo preparado y todo nada más
pa que se lo calienten en el microondas cuando lleguen del instituto —Maria
José se deshace la cola que le ha quedado baja, en la nuca, y se la hace de
nuevo, sin dejar de hablar—. Yo llego cansada a mi casa de trabajar, sí, pero
cuando llego me ducho y me tiro en mi sofá, y veo mi tele, y ceno si quiero y
si no quiero no hago de cenar, porque los niños con un bocadillo ya están
contentos. Vamos que no me arrepiento de nada. Y yo no le pido nada para mí eh,
pero al menos la manutención de mis hijos. Que unos niños tienen muchos gastos
y cuando no quieren cosas para el colegio se les rompen los zapatos o los
dientes, y no cuesta nada arreglar una boca… Además el karate, que yo no voy a
quitar a mis niños de eso porque es una cosa muy buena y a ellos les gusta
mucho y hacen deporte, pero son treinta euros al mes cada uno y de eso el padre
ni se entera. Él se sacude las pulgas —dice María José todo de corrido, sin
pararse a respirar.
—Si es que está visto,
los hijos son pa la madre. La que los pare es una y a la que les duele es a una
—Concha mete las manos en la bolsa de Maria José y revuelve el contenido—. Y tu
ahí, ¿qué llevas?
—Qué cotilla eres, ¿no?
—María José suelta una carcajada sonora — Pues mis cosas para el aseo, una muda
de ropa, y mi pijama. Me dijeron los hijos de mi señora que siempre fuera
preparada por si un día estando yo allí se ponía mala, que me quedara con ella
a pasar la noche. Ellos están trabajando y no se pueden quedar con ella. Vienen
sólo el fin de semana a darle una vuelta.
Acabada las
presentaciones y la confesión de María José, las tres mujeres se ponen a
discutir de varios temas pasando de uno a otro rápidamente: de lo caro que está
todo, de lo difícil que es educar a los hijos... Finalmente, discuten para ver
quién ha tenido el parto más doloroso.
En ella primera ronda
cae desclasificada Concha que no puede competir con un parto de riñones de
Carmen y la cesárea de María José.
Justo detrás de estas
tres mujeres van sentados Sergio y Sandra. Ambos miran sus apuntes.
—Mírala a la niña, oye,
el escotazo que se ha puesto hoy… —Sergio introduce un bolígrafo en las tirantas
de la camiseta de Sandra — ¿Vas a ligarte al profesor para que te apruebe el
examen?
—Eres un guarro. Voy
así porque me da la gana y porque estamos en junio y hace calor.
—No te enfades, tonta.
Venga, anda, explícame todo el rollo ese de los viajes menores que, como me caiga
hoy en el examen, la voy a cagar.
—¡Déjame en paz!
—Sandra gira la cabeza hacia el lado opuesto de Sergio, como dando por zanjado el
tema.
—Uy, qué rápido se
enfada la niña. Venga, que a mí la Historia de América se me da fatal.
Explícamelo, anda, y así practicas, empollona.
—¡Qué pesado!—dice
Sandra, ahora ya, mirándolo a la cara — Está bien. Pero échame cuenta, que no
te lo voy a explicar dos veces —Espera hasta que ve a Sergio asentir —. Los
viajes menores o también conocidos como viajes andaluces, se iniciaron entre el
tercer y cuarto viaje colombino, es decir, de 1499 a 1502. Lo más correcto
sería llamarlos viajes de reconocimiento y rescate. Supuso el fin del monopolio
que Colón tenía sobre las navegaciones a la India. Y bueno, en definitiva,
fueron todos unos desastres desde el punto de vista económico, aunque se
descubrieron cosillas, poco más.
—¿Cosillas? Te estás
esmerando muy poco en explicarme.
—Tampoco tienes tiempo
ahora de que se te quede mucho en la cabeza —se excusa Sandra.
—También es verdad.
Bueno, anda, explícame ahora la teoría de la pera de Colón.
—¿Me estás tomando el
pelo? —Sandra lo mira insistentemente.
—Que no, en serio, no
la entiendo —dice Sergio. Se encoje de hombros y hace una mueca con la boca.
—Vale, pero como sea
una broma, ¡te la cargas! —Sandra resopla — A ver, en la época de Colón ya se
sabía que la Tierra era esférica —habla más despacio —. Pero la problemática venía
en cuanto a la medida exacta del diámetro de la Tierra. Lo que ocurre es que
Colón tenía una idea muy particular sobre la forma de la Tierra. Mira, habla de
ello en su tercer viaje, lo tengo aquí subrayado — Sandra busca entre sus
apuntes un fragmento de texto subrayado de rosa fluorescente y empieza a leer
—: “Mas ahora he visto tanta
deformidad que, puesto a pensar en ello, hallo que el mundo no es redondo en la
forma que han descrito, sino que tiene forma de una pera que fuese muy redonda,
salvo allí donde tiene el pezón o punto más alto; o como una pelota redonda que
tuviere puesta en ella como una teta de mujer, en cuya parte es más alta la
tierra y más próxima al cielo…”
Sergio se empieza a
reír.
—¡Qué te den! —grita
Sandra. Guarda sus apuntes y saca del bolso un reproductor de música, se pone
los auriculares y ya no dice nada más.
Sergio le quita
bruscamente un auricular de la oreja.
—¿Me vas a ignorar?
Sandra le pega un
guantada sonora en el brazo a Sergio. Luego, se coloca de nuevo el auricular.
Mario y Julián hoy
ocupan uno de los asientos al fondo del autobús.
—Tío, otra vez no
fuiste el sábado al campo del Juan —dice Mario.
—Es que no pude —dice
Julián
—No pude, no
pude…siempre igual tío. Bueno y el módulo ese… ¿Está bien? ¿Ya hacéis maquetas y
cacharros?
—Cacharros… ¿Cómo?
Maquetas sí hacemos. Hace un mes envié un proyecto de poleas a un concurso que
se organiza entre varios institutos de Sevilla y gané. Bueno gané… Tengo que
construir la maqueta y llevarla al instituto la semana que viene. Un juez del
concurso viene, la evalúa y si funciona como yo indicaba en los planos, me dan
500 euros de premio.
—Ostia, tío. ¡500
euros! Me invitarás a unas cervezas por lo menos ¿no?
Julián hace un gesto
con la boca, es un gesto indefinido a medio camino entre la sonrisa forzada y
la cara de asco. Baja la mirada.
Tercer lunes de junio.
Son las ocho y veinte minutos. Hace un rato que el autobús salió de Los
Palacios y ahora Manolo Jiménez, entra en la autopista. Se avecinan unos diez o
quince minutos de autopista hasta que salga de la misma para entrar a Sevilla
por la avenida de la Palmera.
El autobús va casi
lleno, solo quedan dos asientos libres al fondo.
En la parte delantera, Concha, Carmen y María
José vuelven a ir sentadas en su rincón particular, de espaldas al conductor. Dos
filas más atrás van sentados Sergio y Sandra.
Justo detrás de ellos Julián y Mario.
Julián va muy rígido.
Lleva apoyada sobre las rodillas una enorme maqueta a la que se agarra con
fuerza ante el menor giro del conductor.
—Esta no llega viva, eh
—le dice Mario.
—Por la cuenta que me
trae, va a llegar viva y andando. Tengo que arreglarle un cable que tiene aquí
suelto… —Julián señala a un cable de la maqueta—. Sujétamela —. Se la entrega a
Mario.
Julián empieza a buscar
en su mochila algo.
—Pero cuéntame cómo
funciona. ¿No tiene muchos cables esto para ser una polea?
—No es una polea, son
varias poleas. ¿Y tú que te crees que es una polea? Mira, tiene varios módulos.
Este primer módulo consta de un motor al que le proporciona energía una pila de
9 voltios. Éste, provoca el giro de una polea mediante una correa de
transmisión y entonces…
—Déjalo, yo no me
entero de nada —Mario frunce el ceño.
—¡Vaya carpintero estás
hecho tú!
—Los carpinteros no
necesitamos cables, ni motores ni pilas de nueve voltios.
—Pero si es una
tontería muy fácil. Además, yo no soy carpintero y la polea es de madera. Anda
que a ti te sacan de lo tuyo y no sirves ni pa cambiar una bombilla. En tu casa
las cambiará tu madre ¿no? —dice Julián. Su tono suena a sorna.
—Tío, que paso de tu
rollo de poleas. Además, tú ya no quieres saber nada con nadie, ¿no? Este
sábado tampoco fuiste al campo del Juan. ¿Te pasa algo o qué?
—¿Qué me tiene que
pasar? No tenía ganas y punto. ¡Dame mi maqueta!—Julián se la quita a Mario y se
la vuelve a poner en las rodillas. La agarra con fuerza.
—¿No la ibas a
arreglar?
—La arreglaré en el
instituto.
—Pero a ti te pasa algo
¿no? Vente este sábado, tío, y echas el día. Vamos antes al Mercadona,
compramos unas litronas, unas bandejas de filetes, chistorras, patatas… ¡Con lo
que te gusta a ti ese rollo! La piscina del Juan ya está lista. Luego por la
noche vamos a la botellotona y …
—¿A ti qué te pasa?
—Julián alza la voz— ¿Te has enamorado de mí o qué? Que no voy a ir a ningún
lado, déjame ya.
—Quillo, tranquilo,
Julián —dice Mario. Levanta las dos manos, como apaciguándole.
—Tío, que mi padre
lleva parado tres meses y no le voy a pedir dinero pa comprar litronas o pa
irme a la botellona.
Hoy es Mario el que
agacha la cabeza unos segundos. La vuelve a levantar y mira a la maqueta. Se
quedan unos segundos en silencio.
—Bueno, cuando te den
el premio ese. Entonces, ya podrás ¿no?
—Sí, si me dan el
dinero voy el sábado que viene. ¿Contento?
Mario da una palmada en
el hombro de Julián.
—Ves tío, las cosas
tienen solución.
Delante, Sergio y
Sandra están callados. No han hablado durante todo el trayecto. Sandra está
sentada del lado de la ventana, mirando por ella, con los auriculares del
reproductor de música puestos.
Sergio se los quita.
—Ya, en serio. ¿Sigues
enfadada? —dice Sergio.
—No —dice Sandra.
—¿Y por qué no me
hablas?
—Si te hablo, lo estoy
haciendo ahora mismo —dice Sandra.
—No me dijiste cómo te
salió el examen. Te volviste al pueblo antes que yo. Tampoco me contestaste a
los mensajes que te mandé.
—No tenía ganas.
—Estás así todavía, ¿por
la tontería de la semana pasada? Era una broma… Siempre estoy de broma.
—Ese es el problema
Sergio, siempre estás de broma.
—No pongas esa cara de
desaborida, anda, que te pones muy fea. Hoy terminamos los exámenes, empollona.
¡Estarás contenta! La semana que viene nos vamos a ir tú y yo a celebrarlo por
ahí.
—Hoy hemos quedado con
los de clase para tomar algo luego del examen ¿No lo recuerdas?
—Sí, ya, pero digo tú y
yo solos. ¿O me tienes miedo, empollona? La semana que viene, te llamo y…
—La semana que viene me
voy a Matalascañas, mis padres tienen una casa allí casi a pie de playa.
—Mira tú la niña, qué
bien vive. Bueno la siguiente quedamos.
—Que no, Sergio. Me voy
a quedar en Matalascañas todo julio, o todo el verano. No lo sé.
—¿Qué vas a hacer tú
allí tanto tiempo sola? Te vas a aburrir.
—No, allí conozco a
gente. Voy desde niña todos los veranos. Como mis padres son profesores en
verano no trabajan y, ¿para qué nos vamos a quedar en el pueblo con el calor
que hace? Además, hay muy buen ambiente de marcha por las noches. Se está bien.
Sergio no responde.
Ambos se vuelven a callar.
Manolo Jiménez sigue
conduciendo por la autopista. Ya queda poco para que aparezca la próxima salida
que tendrá que tomar para entrar en Sevilla.
Carnen, Concha y María
José charlan como lo llevan haciendo todo el trayecto, a voces.
—¡Qué frío tengo! Me
estoy quedando congelada con el aire acondicionado. En los autobuses del pueblo
o no ponen el aire al medio día y te asas de calor o te lo ponen por la mañana
y te mueres de frío —Carmen coge una
rebeca que tiene en el regazo y se la pone.
—María José, cada día
traes la bolsa más llena. Ya no te cabe nada —dice Concha.
—Pues siempre llevo lo
mismo —le responde María José.
—¿Y esas alpargatas
rosas? —dice Carmen y saca una de ellas de la bolsa.
—¿Qué les pasa a mis
alpargatas?
—Que están más viejas…
Ya es hora de que las tires.
—¿Tú tienes mucho dinero
para comprarme unas? Métela en la bolsa.
Carmen hace ademán de
meterla en la bolsa pero Manolo hace un adelantamiento rápido y da un volantazo
brusco cuando se incorpora de nuevo a su carril. La alpargata se le cae al
pasillo del autobús.
Carmen se levanta de su
asiento para cogerla, tiene que andar un par de pasos por el pasillo para
alcanzar la alpargata pero Manolo vuelve a hacer un adelantamiento. Esta vez es
ella la que tiene que agarrarse a uno de los sillones para no caerse de bruces.
Cuando el autobús ya parece más estable se dirige corriendo a sentarse en su
asiento. Justo al poner las posaderas sobre el mismo, Manolo da otro volantazo
para incorporarse otra vez en su carril y Carmen pierde el equilibrio en su
asiento, aunque no se cae.
—Chófer ¡qué me va a
matar! —grita Carmen a Manolo.
Manolo continúa
conduciendo sin responder.
—¡Vamos, por poco no lo
cuento por una babucha! Esto no se lo cree nadie —Carmen se pone a reír
escandalosamente.
Carmen tiene enfrente
de ella la bolsa de María José, pero en vez de meter la alpargata directamente,
la lanza como si pretendiera encestar en la bolsa. La alpargata roza el borde
de la bolsa y cae de nuevo al suelo.
Una vez en el suelo,
con el movimiento del autobús por los volantazos frenéticos que sigue dando
Manolo, la alpargata se va deslizando hasta acabar a la altura de siete u ocho
filas de asientos más atrás. Un chico joven de una de esas filas, coge la
babucha y se la lanza a Carmen con tan mala puntería que el lanzamiento se
queda a medio camino anclado en la maqueta de Julián.
Julián coge la
zapatilla. Le da la maqueta a Mario. Se gira hacia atrás en el autobús y lanza
con fuerza la zapatilla hacia el fondo.
Al fondo, una mujer de unos cuarenta años, se
ríe, la coge y la lanza de nuevo hacia delante.
Esta vez cae en las
rodillas de Sandra. Ella la sujeta casi sin rozarla, con las uñas de sus dedo
pulgar e índice.
Sergio se la arrebata y
la tira hacia delante como pretendiendo encestar en la bolsa de María José.
Concha pone la mano
justo cuando la zapatilla le pasa rozando y le imprime a ésta un nuevo impulso.
La alpargata impacta en la cabeza de Manolo y cae sobre sus piernas.
Manolo coge la
alpargata con la mano izquierda y sin dejar de mirar la carretera la lanza,
pero no hacia detrás, sino por la ventana del conductor.
—¡Ostia! —exclaman a la
vez algunos pasajeros.
María José se lleva las
manos a la boca.
—Te creerás muy
graciosa Carmen ¿no? ¡Mira lo que has hecho! María José se levanta y se pone de
pie justo al lado de Manolo — Chófer ¿Por qué me la has tirado? Ha empezado
Carmen eh, no yo. Vamos que yo no tengo nada que ver. La culpa es de ella. Me
da igual ya mi alpargata, pero que sepas que yo no he montado este jaleo.
Parece una niña chica, una mujer ya tan vieja. Desde luego…
Manolo no mira a Maria José.
Manolo no responde a Maria José.
Manolo no aparta los
ojos de la carretera.
Manolo da un volantazo
mucho más brusco que los anteriores.
María José cae de culo
al suelo.
Desde el fondo se oyen
voces que preguntan qué está pasando.
Manolo sigue batallando
con el autobús. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda…
En uno de los giros
hacia la izquierda Sandra se golpea la cabeza contra la ventanilla. No sangra.
Tampoco habla. Su cabeza parece de goma y cuelga del cuello hacia delante.
Sergio aprieta los pies contra el suelo, la
mano derecha contra el asiento que tiene delante y con la izquierda levanta la
cabeza de Sandra.
La gente empieza a
caerse de sus asientos al pasillo.
La maqueta de Julián es
la primera en caer con ellos, así como la bolsa de María José. Julián se agarra con las dos manos al asiento
que tiene delante.
En segundos, los
pedazos de su maqueta se pierden entre una maraña de pies, piernas, brazos,
mochilas y bolsos.
Cuando el autobús gira
por última vez hacia la derecha, sale de la carretera, se come el quitamiedos y
continúa en línea recta al menos quinientos metros hasta que de pronto, se
para.
El sonido del motor se
deja de escuchar.
Los pasajeros empiezan
a incorporarse desenredándose entre ellos.
Mario mira a Julián.
Julián mira al suelo y
se agacha a recoger los pedazos de maqueta.
Sandra reacciona y con
las dos manos se aprieta en la cabeza.
Sergio la abraza
fuerte.
Sandra corresponde al
abrazo y llora.
Sergio se separa de
ella, la mira y la besa en los labios.
Concha se queja de un
dolor en la cadera porque en el trasiego Carmen ha caído sobre ella.
Manolo se levanta. Se
gira hacia sus pasajeros. Está rojo, sudando. Respira muy fuerte.
No dice nada. Gira la cabeza hacia la
ventanilla del autobús que queda del lado de la carretera.
Todos los pasajeros se
van a ese lado y empiezan a mirar también por las ventanillas asomándose unos
sobre los otros.
María José pega sus
manos sobre el cristal con los ojos muy abiertos.
Carmen y Concha se
santiguan.
Todos se preparan.
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