Querido sevillano de pro que eres ombliguista de tu tierra
como el que más, no me leas. Yo no quiero que te indignes con lo que voy a
decir y luego se te hinche la vena gorda y del sofoco te dé un vahío. Así que,
no me leas.
Sevillano cosmopolita de esos que respetan y valoran sus
raíces —aunque a veces sean tela de enrevesadas— pero sacan el tronco a pasear
y no les importa dar sombra aquí o allá. Miarma, como tú y yo hay pocos, muy
pocos, y creo que solo tú me vas a entender. Así que, léeme.
He dudado sobre escribir este artículo, porque aquí, en
Sevilla, mucho ji ji y mucho ja ja pero cuando se tocan las sevillanas maneras…
Ay, cuándo se tocan las sevillanas maneras…
En Sevilla el invierno da gusto y si el termómetro baja de
los diez grados ya montamos el drama y decimos que estamos arrecíos, yo la
primera. El verano es la estación por la que se nos conoce. Es la época en la
que cuando abrimos una ventana, la flama nos da una guantada de calor en la
cara, pero no nos quejamos nunca por esto. A los sevillanos se nos pasa el
bochorno en un santiamén con una Cruzcampo fresquita y luego podemos intimidar
al resto de españoles —en especial a los extranjeros, esos que viven de
Despeñaperros para arriba— poniendo fotos de los termómetros en las redes
sociales. Fotos que se pueden traducir por: Cómo te atrevas a bajar para abajo,
en una mañana de agosto en la calle vas a sudar hasta la leche que mamaste.
Vaya, que en Sevilla, se vive bien si estás aclimatado.
Ahora, no vayas tú a cuestionar las costumbres o a hacer alguna crítica de
ellas porque, a poco que abras la boca, aparecerá el típico ombliguista
desaborido con la almendra bien dura que te saltará a la yugular y, como te
escantilles, hasta te sacará las entrañas ofendidísimo por lo que has dicho.
Pues yo hoy voy a cometer la temeridad de gritar a los
cuatro vientos lo que ya era hora de que alguien dijera: los sevillanos son muy
intensos. Ea, ya lo he dicho. Qué a gusto me he quedado.
Los sevillanos de pura cepa, los rancios, tienen un ansia
viva que será muy normal por estos lares pero sana, lo que se dice sana, para
mí que no lo es. Y eso es lo que les da esa intensidad, es decir, que eso es lo
que los hace más pesados que una vaca en brazos.
Aquí, en la antigua Hispalis, los autores de libros de
autoayuda, del rollo “El poder del ahora”, que pretenden solucionar todos los
males queriendo que las personas se enfoquen en su presente más inmediato sin
echarle ni un vistazo a su futuro, se comen los mocos. Aquí, los sevillanos se pasan el año entero proyectados en un futuro
que ahora mismo es presente: los meses de marzo y abril. Me explico mejor. Ser
sevillano enraizado significa que tus años tienen 360 días, como los años del
resto de los mortales, pero en tu año más de trescientos días son puro relleno.
¡Qué cruz! Y qué estigma para los que vivimos aquí y no padecemos el mismo mal.
Esa intensidad llevada a la práctica supone que, en enero,
cuando todavía el sevillano de pro no ha eliminado los polvorones navideños y
aún tiene en el gaznate el último trozo de roscón de reyes, ya comienza a decir
que huele a azahar. Y lo pone en sus redes sociales. Y los otros sevillanos de
pro al leerlos, ¡hala!, empiezan a oler a azahar ellos también. ¡Qué poder de
sugestión! Ni Anthony Blake adivinando el número de la lotería…
No es que los sevillanos sean unos jardineros en potencia.
Tampoco es que tengan tan refinadas napias como para anhelar ese olor mientras
callejean por Sevilla, no. Es que los sevillanos asocian azahar con primavera,
y primavera con la tan esperada semana grande de Sevilla: la Semana Santa. Se
pasan todo el año esperando pero cuando llega enero es cuando ya les pierde el
ansia viva y se vuelven de lo más hartibles.
La Semana Santa en Sevilla es el tema muy presente durante
todo el año pero a partir de enero es “el tema” por excepción. No hay otro que
lo eclipse. Y si a eso le sumas que en las calles de Sevilla se vende incienso
durante todo el año, al final vives en un deja vù constante y en un bucle
temporal que ríetele tú del Día de la Marmota. ¡Insufrible!
A mí el olor a incienso me gusta, que conste, y hasta me
agrada eso de ir al centro para hacer algunas compras y al terminar sentirme
como si acabara de salir de un fumadero de opio, soy así. Pero tampoco me
convence esa visión tan simbólica de una combustión que antaño servía para
tapar el pestazo a muerto en las Iglesias.
Lo que sí me trastoca más es el afán del sevillano por
engalanar las redes sociales con fotos de santos mientras amenizan la espera de
su semana grande. En esos días, cuando entro a mis redes sociales, no sé si he
entrado a cotillear las fotos y el postureo de mis contactos o bichear el álbum
de fotos de una de las amigas beatas de mi abuela. No es que me moleste —y
menos si lo hacen en sus perfiles— pues hay que respetar las creencias y la
religión de todo el mundo, aunque Semana Santa y religión poco tengan que
ver, pero me choca una hartá.
Pese a todo, hay algo más curioso aún y es que la intensidad
del sevillano hace que el domingo de Resurrección, ese mismo día, empiece a
poner en las redes sociales estados y comentarios del tipo: ya solo faltan x
días para la próxima Semana Santa. No es por nada, pero si yo fuera Jesús me
daría mucho coraje estar recién resucitado, con los agujeros de las muñecas
todavía sin cicatrizar y un jet-lag de la leche, y que mis supuestos fieles ya estuvieran
pensando en darme matarile de nuevo. Los muy cabrones.
No obstante, si la cosa se quedara aquí, pues mira, pero no.
Justo en la noche del domingo de Resurrección los sevillanos caen en la cuenta de
que entre penitencia y penitencia se han trincado una pechada de torrijas y
ahora sí que van a necesitar un milagro de verdad para caber en los trajes de
corto, ellos, y los trajes de flamenca, ellas, para la feria de Sevilla que
suele ser pocas semanas después.
Este descubrimiento es realmente traumático para las mujeres
porque el traje de flamenca es verdad que da un toque femenino a la mujer y
cierta gracia, que le hace un escote bonito tenga mucha o poca pechonalidad,
pero también es verdad que le saca un culo panadero a poco que se descuide.
De este modo, empieza la segunda fase intensa sevillana: la
operación caber en el traje para la feria. Y todo el mundo se pone a dieta, o
eso dicen. Y ya no se habla de otra cosa. Y en las redes sociales empiezan a
aparecer trajes de flamenca colgados en la puerta del armario. Y conoces cómo
es el armario de todos tus contactos.
A mí no me engañan. Esas fotos de postureo tienen poco. Esas
fotos son como la típica foto de una tía buenorra con un tipazo increíble que
te pegas en la puerta del frigorífico cuando estás haciendo dieta para hacerte
daño a conciencia. Es un método mucho más efectivo que pegar un pósit con la
advertencia: aléjate de aquí, gorda. Dónde va a parar…
Se podría pensar que en casi todos los lugares hay fiestas y
tradiciones típicas y hay a quienes les gustan más y las aguardan con más
ganas. No diré yo lo contrario. Sin embargo, lo que diferencia al sevillano del
resto del mundo es eso, su intensidad.
Fruto de esa intensidad, no solo las redes sociales se
vuelven de lo más pintorescas, hasta en la calle se ve cada cosa… Por ejemplo,
en Sevilla, el tranvía ya lleva días preparado para la feria. No hay más que
hacer la cuenta para saber que ese tampoco ha esperado ni a que se le haga la
digestión de las torrijas. El mundo de la publicidad, como siempre, sabe
aprovechar todas nuestras debilidades.
A mí me da igual que lo que digo sea políticamente
incorrecto y que hasta el publicarlo sea más temerario que darse un chapuzón en
el Guadalquivir, pero el que yo sea una de ellos no me va a impedir reconocer
que los sevillanos son muy salaos, aunque no tengan mar, pero también son unos
auténticos pejigueras.
No cabe duda que a mí me chifla Sevilla, porque en verdad
esta tierra, además del clima, tiene muchas cosas buenas como el tapeo y el
cachondeo, pero en marzo y abril me declaro oficialmente inmigrante. Y al rancio que me increpe y me diga que las cosas aquí no
son tan así, le diré con mucha calma y sin ahogarme en un buchito de agua: NO
NI NÁ.
*Fotografía del tranvía de Úrsula Palacios.
Una escena de El mundo es nuestro que solo los sevillanos podemos entender.
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