Acabo de ver la final de la segunda edición de Top Chef y
estoy con los ojos como platos; hoy no voy a poder dormir así que mejor me cocino
una crónica calentita, a ver si con
ella me entra el sueño.
Hace semanas un
spoiler nos reventó la final de TopChef, se había filtrado que el ganador
iba a ser David. A mí la noticia me gustó porque tanto él como Marc eran mis
favoritos y estaban en todas mis porras de ganadores así que… miel sobre
hojuelas.
No obstante, soy de esas personas tan difíciles de
sorprender que verdaderamente disfrutan en las pocas ocasiones que pueden
mantener la incertidumbre hasta el final, no fue el caso.
Suelo repetirlo a menudo: estos programas de cocina a los
que soy tan asidua tienden, cada vez
más, a ser realities. Lo comentaba, por ejemplo, en mi artículo sobre la finalde MasterChef donde analizaba los perfiles tan mediáticos de los concursantes
de la última edición. Siendo así, empiezo a creer que quizá la única forma de
que mantengamos la zozobra es que el concurso se grabe en directo. Sé que esto
es imposible por la naturaleza del mismo, el tiempo para cocinar y esas cosas
pero… Hagamos un grotesco ejercicio de imaginación, imaginemos TopChef a lo Gran Hermano, con Chicote como presentador
intentando emular el papel de Mercedes Milá, teniendo que pedirle a Ágata Ruíz
de la Prada que le tunee un poco más las chaquetillas, poniéndole tachuelas
brillantes o haciéndoselas de látex, por ejemplo, o, mejor aún, pidiéndole que
se cierren con cremallera para poder estar subiéndosela y bajándosela durante
toda la gala y terminar haciendo un semidesnudo de esos que traumatizan de por
vida y, tarde o temprano, terminan costándote un pastón en psicoanalistas. Como
guinda para este pastel imaginativo, los concursantes de la casa tendrían a un
cerdo como mascota al que engordarían y cocinarían en la gala final.
En mi defensa he de aclarar que no, no veo Gran Hermano,
pero Internet me escupe a la cara cosas
que hubiera pagado por no saber, como el ganador de la segunda edición de
TopChef, los absurdos acontecimientos que dan vida a Gran Hermano y sus
esperpénticas galas o, incluso, la buena dotación (no económica, precisamente)
de algún concursante de Adán y Eva. Ay… y se supone que el ser humano es la
especie más desarrollada, pienso, porque yo soy muy de pensar, que si existe
vida inteligente en otro planeta, de seguro no nos visitan por temor a que les
contagiemos la estupidez innata que, a todas luces, llevamos en los genes.
Pero, volviendo a final, Fran se había quedado a las puertas. Fue una expulsión justa,
porque, por muy estofadas y exquisitas que estén unas lentejas, no dejan de ser
un potaje de los que sabe cualquier estudiante pseudoemancipado y viendo el
programa a más de uno se les podría haber subido las lentejas a la cabeza y
acabar creyéndose un gran chef en potencia.
La final empezó con
un plato envenenado: los finalistas tenían que elegir de entre sus antiguos
compañeros a dos pinches para acompañarlos en el último gran duelo y, además,
tenían que hacerlo mediante una cata a ciega de sus platos.
Para asegurar la dosis lacrimógena en tan señalado evento,
todos le pusieron cebolla a sus platos (de seguro Susi les sugirió este detalle
para no ser ella sola la que quedara como una plañidera).
En la prueba pudimos ver, entre otras cosas, la vuelta del Capitán
Sofrito (si algo funciona en McDonal, funciona en cualquier sitio, debió pensar
Peña) y la evolución de Honorato que ahora ya no hace combinados sino platos
XXL con toques asiáticos, aunque lo que no pudimos ver (qué pena, oye…) fue la
receta ultra secreta del “coconitro” de Carlos.
A mí Carlos, y aquí me tengo que detener, es de esos
personajes que me producen úlceras estomacales.
Carlos tiene la misma obsesión
por el nitrógeno líquido que su madre por el hinojo. Para demostrarlo,
empezó esta edición congelando con nitrógeno líquido una vitrocerámica, lo que
pasa es que ser un personajillo conflictivo y, por tanto, mediático, te catapulta fácilmente a un programa de
televisión y te mantiene en él por mucho que la cagues.
David eligió los platos de Víctor e Inés. Era los compañeros
que él quería para su final. A Inés le reconoció el plato un poco por intuición
y con Víctor no tuvo que ingeniárselas mucho porque el grafiti de su plato
cantaba más que la cebolla que llevaba. A Víctor, su mal perder, lo tenía muy
chamuscado aunque lo disimuló en la final, no sé si por compañerismo o paripé
televisivo pero fue digno de agradecer.
Marc, por su parte, hubiera querido tener de compañero en la
final a Fran pero es que éste hizo un ceviche poco identificable que a Marc le
pareció “ácido” (que es lo mismo que probar una onza de chocolate negro y decir
que está amargo). Imagino que, con lo inteligente que es, fue estratega y
eligió los platos que tenían una delicadeza y presentación particular, lo que
evidenciaban que estaban hechos por mujeres con cierta sensibilidad (es decir,
que no eran de Rebeca). Las autoras de estos platos eran Marta y Teresa.
Con estos finalistas y estos pinches, se vivió una final
que, pese a la poca sorpresa que entrañaba en cuanto al ganador, fue
emocionante. Sería el espectacular escenario en el que tuvo lugar el duelo, el
juego de luces, esa música de combate de lucha, esos comentarios de Chicote «¿vas
a tirar ahora la toalla?» y ese momento en el que parecía que Marc se había caído
en la lona del ring pero, en el último momento, se levantó y siguió golpeando
fuerte, o qué sé yo; el caso es que de no haber sabido el ganador, hubiera
estado animando al otro lado de la pantalla como la más apasionada de las
aficiones.
David se la jugó con un primer plato de jurel, un segundo
con un pichón de otoño y de postre un bizcocho de Té Chai, curry y especias.
Mientras que Marc lo hizo con una crema de espárragos con gambas de primero,
una espalda de conejo con ciruelas de
segundo y de postre una mousse de chocolate con toques de guindilla y un tomate
de no sé qué pero que tenía una pintaza tremenda. Grosso modo, parece que David
ganó por goleada en el primer plato, en el segundo la cosa estuvo más ajustada
y en el postre ganó, también con diferencia, Marc.
El ganador fue elegido por siete grandes de la gastronomía
española entre los que se encontraba Ángel León, uno de los miembros del jurado
en la primera edición. A su álter ego de este año, Yayo Daporta, le falta sal
en las venas.
Para sorpresa de nadie, David
fue el ganador de la segunda edición de Top Chef en España.
De la final me quedo con dos cosas. La primera, el buen
perder y la elegancia de Marc, algo poco visto en programas televisivos y que no hizo más que demostrar su profesionalidad.
Y la segunda, las confesiones sobre su pasado de David (ya lo había hecho en
otras ocasiones pero en esta resultó especialmente emotivo).
Es fácil suponer que, hoy día, David está viviendo uno de
sus mejores momentos profesionales. En el Hormiguero reconoció que no para de
vender su ya famoso trampantojo y que en su restaurante tiene lista de espera de
hasta dos meses. Reflexionar sobre su pasado, su presente y, sobre todo, el
futuro tan prometedor que se le avecina, me hacen recordar a aquella
conocidísima frase de Bill Gates: “Sé amable con los Nerds. Hay muchas
posibilidades de que termines trabajando para uno de ellos”.
La segunda edición de Top Chef yo la resumiría en grandes
momentos gastronómicos, mucha cocina, buenos cocineros (algunos no tanto) y la historia de cómo el patito feo se
convirtió en un cisne y le cerró el pico a unos cuantos capullos del pasado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentar es gratis. Y mi respuesta también.
Deja huella de tu paso por aquí y me harás la mar de feliz.