jueves, 22 de enero de 2015

UN TROZO DE CARNE LLAMADO MUJER


               Dios cogió una costilla del hombre y, a partir de ella, creó a la mujer. Luego, dejó a sus dos creaciones campando a sus anchas por el paraíso hasta que la mujer la lió parda tentando al hombre y ambos tuvieron que salir escopetados de tan idílico lugar. Desde entonces, el hombre ha tenido que buscarse las habichuelas en un mundo hostil por culpa de las malas artes de un trozo de carne que, por ser parte de él, le pertenece: la mujer.


               Actualmente, las mujeres se le parecen horrores a aquella primera Eva y siguen siendo la perdición de los hombres. A veces, incluso, se diría que es lo único que buscan. Las mujeres son muy dadas al lucimiento y les encanta caminar contoneándose por la calle para llamar la atención de los hombres. Las mujeres buscan que las miren pero luego van de dignas y se hacen las ofendidas cuando les conviene. ¡Qué malas pécoras!  ¿Por qué si no se ponen ropa ajustadas o se sacan las pechugas hasta la altura de la garganta? Luego dirán que los hombres las violentan pero es que ellas se lo buscan por ir provocando. ¡Siempre van provocando! Hasta cuando van en mallas y se les marca la ropa interior. Hasta cuando llevan un vestido suelto y se les transparenta algo. Hasta cuando van en vaqueros y los conjuntan con una camiseta ajustada. Hasta cuando llevan medias estampadas. Hasta cuando caminan mirando al suelo. Hasta cuando llevan abrigo y apenas se les ve nada. Cuando no es el culo, son los pechos. Siempre. Siempre se sirven de algo. Y los hombres, que tienen ojos, deben andarse aguantando sus descaradas provocaciones. Pero luego… ¡ay, no digas nada! ¿Verdad? Sí, y por el mar corren las liebres…

               Antes de seguir leyéndome te advierto de que no soy de las que  diferencia entre “miembros y miembras”, ni protesto quitándome la camiseta y enseñando las tetas. Soy así de insulsa. Ya ves tú.

               Sabes por qué escribo esto. La presidenta del Observatorio Contra la Violencia de Género del Consejo General del Poder Judicial, María Ángeles Carmona, ha dicho, hace unos días, que quiere acabar con “el piropo”. Eso se ha traducido en que quiere prohibirlo y se han formado dos bandos: los que están a favor de prohibir el piropo y los  que están en contra. Se ve que nos gusta mucho la bipolaridad.

               Parto de la base de que la idea de prohibir el piropo legislativamente es absurda e inviable y no creo que nadie pretenda eso. No obstante, me destrozo la caja torácica (vaya, que me rio lo más grande) leyendo a aquellos melodramáticos que han puesto el grito en el cielo. «¡Oh, Dios! Tú, que hiciste a la mujer carne de mi carne, dime, ¿cómo me la camelo yo ahora si no es increpándola por la calle? Prohibir el piropo es coartar la libertad de expresión. ¡Ya no saben qué mas van a prohibir!»

Lástima que no se defiendan otras libertades coartadas con la misma vehemencia…

               Pero, volviendo al tema, aquí el problema es que hay un error de concepto. Una cosa es el piropo, un halago que se hace entre dos conocidos y que, como mucho, te sonroja pero no molesta. Algo que hasta puede resultar agradable. Y otra cosa es la agresión verbal en la calle, es decir, todos esos comentarios soeces, vulgares e invasivos que tiene que soportar una mujer cuando camina por la calle y que provienen de desconocidos. Lo que hoy día viene siendo una realidad cotidiana para cualquier mujer en muchas ciudades del mundo.

               He llegado a pensar que, verdaderamente, algunos hombres no son conscientes de esto. Supongo que creen que es una exageración de las mujeres y el acoso callejero no son más que casos puntuales. No es así. Ni por asomo es así. Y las culpables, quizá, somos nosotras mismas (en esta ocasión no hay ironía en mis palabras) porque ya lo hemos asumido como algo irremediable. Una piedra en el zapato que nos molesta pero no solemos contar a diario cuantas veces se nos clavó al día la maldita piedra mientras íbamos caminando por la calle. Como si no fuera algo digno de ser reseñado. No debería ser así. Es importante hablar de ello y destapar el problema. Por ejemplo, como hizo un vídeo que rápidamente se convirtió en viral donde una mujer se grabó con cámara oculta durante diez horas caminando por las calles de New York. En el vídeo se puede ver los comentarios, miradas, silbidos y demás groserías que tuvo que soportar durante ese tiempo.



 Me encantaría que, al igual que en esas típicas comedias americanas, al menos un día en la vida, todos los hombres despertaran en el cuerpo de una mujer y se enfrentaran durante 24 horas a ello. Como en este cortometraje francés donde se muestra un mundo en el que los hombres son mujeres 


               Yo creo que es un problema de educación. Mucha educación para la ciudadanía, ética o asignaturas de esas pero, al menos cuando yo estudiaba en el instituto (hace ya más de una década, todo sea dicho), nunca se abordó el tema del acoso callejero. Y entre esos adolescentes estaban los futuros acosadores. De seguro, si les preguntáramos a ellos, no creerían que lo que hacen sea acoso. Y seguro que más de uno cree que las mujeres deben sentirse halagadas con sus estúpidos comentarios. Como si nos tuviera que importar lo que pensaran de nuestro físico.

               Yo, como cualquier mujer, he tenido que escuchar barbaridades de todo tipo, comentarios que alegremente me han soltado desconocidos por la calle. En ocasiones, he sentido un asco especial, lo confieso. En ocasiones, ha dado la casualidad de que esos hombres no eran tan jóvenes y, mirándolos de reojo mientras los ignoraba, he llegado a caer en la cuenta de que debían tener la edad de mi padre. Con un ejercicio de intuición muy básico, me ha sido fácil suponer que muchos de ellos, probablemente, tenían alguna hija de mi edad. Me he preguntado, entonces, qué sentirían si vieran como otro desconocido molesta de la misma manera a su hija. Otras veces, me he preguntado que si, en vez de hija, tuviera un hijo de mi edad, ¿hará este lo mismo que su padre? ¿Habrán hablado alguna vez del tema?

               A las mujeres, desde que empezamos a salir por las noches, en casa se nos previene de todo tipo de horrores que hay en la calle. «No vuelvas sola a casa» «Ten cuidado, no aceptes bebidas de desconocidos y vigila siempre tu vaso» «No cruces por descampados o calles oscuras». Y lo peor es que no son malas advertencias. Todo lo contrario. Pero no he visto nunca que se advierta a los hombres en consecuencia. «No te pases de listo con tus amigas» «Si te dice una tía que no, es que no, no insistas y déjala tranquila».

               A las mujeres se las educa para que teman a los hombres. Pero a los hombres no se les educa para que respeten a las mujeres. No lo entiendo.

               Recuerdo el anuncio de la policía húngara que, indirectamente, culpaba a las mujeres de las violaciones y les aconsejaba para remediarlo. Si la culpa es de las mujeres, claro está, las únicas que pueden remediarlo son ellas. A los hombres no hay que dirigirles ningún anuncio para que no violen a las mujeres.

Me niego a enlazarte ese vídeo. Es una vergüenza y un despropósito.

               Puede que pienses, tú que llevas un buen rato leyéndome, que estoy exagerando de nuevo, que una cosa es una violación y otra un comentario soez por la calle. Pero… ¿No te has parado a pensar el asco y miedo que puede llegar a sentir una mujer después de verse expuesta a ese acoso día sí y día también?

               Hay una evidencia innegable: algunos hombres, no todos, afortunadamente, consideran que las mujeres son trozos de carne que uno puede observar como si estuviera frente a la vitrina de una carnicería. Y decirle lo que le parece ese trozo de carne. Y comérselo con los ojos. Y con las palabras. Y asegurarse de que el trozo de carne sepa que de buena gana se lo zampaba. Es asqueroso.

Y hay otra evidencia, lamentablemente: las mujeres, por regla general, son físicamente más débiles que los hombres. Por supuesto, hay excepciones. Conozco a mujeres que son mucho más fuertes que muchos hombres o mujeres que practican artes marciales, o alguna disciplina deportiva que les permite estar en muy buena condición física y poderse defender perfectamente de un hombre. No obstante, eso son agujas en un pajar. Y, por si fuera poco, la moda en la indumentaria de las mujeres nos lo pone más difícil aún. No se puede correr con tacones. Ni dar zancadas grandes con un vestido ajustado. Ni dan mucha libertad de movimiento los vaqueros ajustados.  Llevar coleta y faldas sueltas lo pone fácil a un agresor. Llevar un spray de pimienta es ilegal. Aviso, llevar un desodorante con alcohol en spray no lo es. Podría seguir dando ejemplos, pero imagino que ya te haces una idea.

               No hablo de nada nuevo. La mujer es un trozo de carne vulnerable. Eso no admite duda. Y a los que tienen el “detalle” y la “valentía” de avasallar a una mujer por la calle y decirle lo que les parece su aspecto físico habría que re-educarlos porque, evidentemente, no tienen un comportamiento cívico. A lo mejor habría que hacer con ellos como hizo cierto programa de Perú. El lema era bueno: ¡Sílbale a tu madre!


               Lo que yo diga, es un problema de educación.

               En España, según mi experiencia, a veces el acoso es una patética demostración de superioridad que se hace en comandita. Como cuando los trabajadores de una obra, tan gallardos ello,  le gritan supuestos piropos, que son más borderías que otra cosa, a las mujeres que pasan cerca de la obra. Como cuando otro grupo de envalentonados colegas acampados en la puerta de un bar al que se resisten abandonar, con una y dos copas de más entre pecho y espalda, sueltan comentarios vulgares, violentos e incómodos a las mujeres.

               Tampoco voy a dar más ejemplos porque es el cuento de nunca acabar.
              
Visto lo visto, hay que educar a los hombres para hacerles entender que las mujeres no somos un trozo de carne que se formó a partir de una costilla que les falta y que, por tanto, no les pertenecemos. No somos un escaparate. Podemos vestirnos como nos dé la gana y si les resultamos atractivas es problema de ellos. No nos interesa saber si les gustamos físicamente más o menos.  Tienen que guardarse su opinión por una cuestión de civismo y por respeto hacia las mujeres.

               También hay que llamar a las cosas por su nombre. Si eres hombre y alguna vez le has dicho un comentario borde o subido de tono a una mujer: la has acosado. Verbalmente, pero la has acosado.

               Cualquier persona con dos dedos de frente sabe la diferencia. Fíjate qué simple. Si un hombre le grita por la calle, ¡guapa!, a una conocida con la que mantiene una relación más o menos cordial, le está diciendo un piropo. Si un hombre le grita lo mismo a una desconocida, la está acosando verbalmente.

               Es más, si una mujer se siente halagada por el comentario que le hace un desconocido, ésta debe de tener un gran problema de autoestima. Sé que con esta afirmación muchas mujeres no estarán de acuerdo.

               Algo no va bien en una sociedad cuando la línea divisoria entre piropear y acosar no está clara. Algo falla cuando la lisonja a una mujer, quién sea, la conozcas o no, te haya pedido ella o no su opinión, se considera algo “bonito”.

No me gusta hacer diferencias de género pero en este caso me veo obligada. Las mujeres, por lo general, sí que tenemos clara esta diferencia. Las mujeres, y esto a lo mejor es una sorpresa para algún cromañón, también decimos piropos cuando queremos halagar a amigos o familiares o como parte del coqueteo pero nos guardamos nuestra opinión sobre los hombres con los que nos cruzamos por la calle, por muy golosa visión que nos proporcione alguno de estos.

La diferencia parte de nuestro sustrato cultural. Cuando vemos a un hombre diciéndole a las mujeres que ve por la calle lo que piensa de su físico, lo tomamos como algo “normal”.  Pero si viéramos a una mujer haciendo lo mismo, los hombres y hasta mujeres pensarían de ella que es una fresca y una descarada, cuanto menos.

Sin embargo, a mí lo que me molesta es que todo esto quede en la burda anécdota de la supuesta prohibición del piropo y no se produzca una verdadera reflexión. Maria Ángeles Carmona se explicó mal y no utilizó las palabras correctas pero aludió a un problema real: el acoso verbal callejero. Es un tema muy serio que no deberíamos descontextualizar por hacer la gracia. Por desgracia, Es una lacra socialmente aceptada (por algunos). Y que quede claro: ninguna mujer tiene por qué soportar que la acosen, sea de la manera que sea. 
  
        


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