El inglés es la piedra en el zapato de muchos españoles. Vaya, que nos trae by the street of
bitterness. Eso sí, optimistas somos un rato; todos ponemos en nuestros currículos que
tenemos un nivel de inglés medio: medio-idiota, a lo Ana Botella pero menos
pretencioso.
La
mayoría hemos malgastado, durante años, tres horas a la semana —primero en el
colegio y después en el instituto— en soporíferas clases de inglés. Salvo
honrosas excepciones, nos lo enseñaban mal. Memorizábamos infumables listas de
verbos y un poco de vocabulario. No se le daba importancia a la pronunciación, como
si solo fuéramos a comunicarnos por correspondencia. Luego, las pocas veces que
viajamos algún amigo o el idioma universal de los gestos nos sacaron del apuro
y… Lo fuimos dejando.
Ahora algunos
venderíamos nuestra alma al diablo —o un riñón, los más pragmáticos— por aprender a hablar inglés rápido y sin complicarnos mucho la vida.
¡Menuda panacea! Como si eso
fuera posible… ¿O acaso lo es?
En las
librerías podemos encontrar montones de libros con títulos golosones del tipo
«Aprende inglés con mil palabras». Aunque el libro con el título más sugerente
me lo encontré hace unos días en la estantería de la casa de una amiga: «Aprende inglés en 7 días».