lunes, 23 de julio de 2018

TARTA DE TRES CHOCOLATES


La noche que cumplí veintisiete años me pasé más de media hora recibiendo a los invitados que llegaban. Todos me estampaban un par de besos en la cara y algunos, un regalo en las narices.
Solo hacía tres meses que David y yo habíamos alquilado un piso muy céntrico en Sevilla. Era algo pequeño pero con una gran terraza.
Se supone que teníamos suerte, apenas llevábamos poco más de años licenciados en Historia y ya teníamos ambos un trabajo estable: él en el Archivo Provincial y yo en una empresa de turismo. No nos iba mal.
Para celebrar mi cumpleaños, David había ideado organizar una cena con amigos en nuestra terraza aprovechando la brisa fresca de las noches de verano. Estábamos a mediados de julio. Él correría con todos los gastos; ese sería mi regalo de cumpleaños. Pero además, pretendiendo hacer una especie de labor social amorosa se empeñó en que invitara a todas mis amigas solteras y él hizo lo propio con sus amigos para ver si del encuentro surgían nuevas parejas.
—Invítalas a todas. Cuántas más mejor— me dijo David unos días antes.
—Oye, que no son carnaza para tus amigos— le respondí.
—Aquí nadie va a ser carnaza de nadie, Rocío —rió con la boca cerrada —. La idea es que hay mucho desparejado suelto por el mundo y que nosotros, ahora que estamos bien, que somos felices y lo tenemos todo, podríamos ayudar presentando a algunos y si surge algo… Quién sabe, lo mismo dentro de unos años estaremos rememorando esta cena y alguno de ellos estarán dándonos las gracias por haberlos presentado.
—No somos una agencia matrimonial, David.
—Eres muy negativa.
—No es que sea negativa, es que no me va ese rollo de hacer de celestina. Además, muchos de nuestros amigos se conocen. En realidad, están hartos de verse. Estudiamos en la misma facultad, la misma carrera y en la misma clase, cariño, parece que se te olvida.
—Ya, nena, pero tienes a más amigas que no son de la carrera y a compañeras del trabajo.
—Bueno, sí…
—Pues no se hable más.
Y durante días, no se habló más. Yo solo tuve que preocuparme por adecentar la casa. David, que siempre fue un “cocinillas” organizó todo lo referente a la comida para la cena. Como no entendía demasiado de vinos, compró los más caros; «Al final a la gente lo que le importa es que cuando los invitas te gastes dinero en ellos aunque le sirvas vinagre cobrizo y se encallen las encías cuando lo beban. Aun así, seguro que cogen la botella, leen la etiqueta y dicen: Vaya tío, ¡este vino te ha tenido que costar una pasta!».
Un par de noches antes de mi cumpleaños, hablamos sobre a quién invitaríamos.
—No olvides invitar a Virginia. ¿Aún tienes su número de teléfono?—dijo David.
—¿Virginia? ¿Qué Virginia?—le pregunté.
—Virginia la de clase. La que hizo contigo aquella exposición sobre la vida de frontera en la Edad Media y acabasteis las dos discutiendo con un guiri que no paraba de llevaros la contraria. ¡Menudas erais! ¿No me digas que no la recuerdas?
—Sí, la recuerdo. Debo tener su número grabado en el móvil. A lo mejor también lo tienes tú.
Virginia había sido nuestra compañera de clase los cinco años de carrera. Salíamos con el mismo grupo de amigos de la facultad y solíamos hacer los trabajos y exposiciones de clase juntas. La gente decía que formábamos un buen equipo. Pero en el último curso yo empecé a salir con David, el chico del que ella había estado enamorada desde primero. Todos nuestros compañeros lo sabían. David también lo sabía. Poco a poco Virginia y yo nos fuimos distanciando hasta perder el contacto.
—Sí, quizás lo tenga grabado aún. Luego lo miro y te digo —dijo él.
—A lo mejor ahora está saliendo con alguien —le dije.
—No, creo que no. Supe que tuvo un par de relaciones, una que duró unos meses y otra poco más de un año, pero ahora no está con nadie. Piensa que en cierto modo, se lo debes.
—Yo no le debo nada a nadie.
—Pero, ¿la llamarás?
—Lo haré.
Por la mañana la llamé. Me dijo que vendría.
Y ese es el motivo por el que me encontré aquella noche celebrando mi cumpleaños entre desconocidos y gente a la que hacía mucho que no veía.
No me arreglé demasiado para la ocasión. Me puse los mismos vaqueros que había llevado al trabajo y me cambié la camiseta que tenía por una blusa.
De los invitados, Virginia llegó la última.
Cuando abrí la puerta, yo le sonreí y ella se me echó a los brazos.
—¡Cuánto tiempo, Rocío! —exclamó a modo de saludo.
—Sí, ya ves. Bueno, nunca es tarde ¿verdad? —dije yo.
—Claro que sí, mujer —dijo—. Estás estupenda, eh. Has cogido algunos kilos ¿no? Pero te sientan muy bien.
—Sí, debe ser la buena vida. Tú sin en cambio, estás delgadísima. ¿Y eso? Supongo que el estrés del trabajo. A veces el ritmo de vida que llevamos hoy día nos pasa factura.
—Sí, es verdad. Estuve trabajando como profesora de clases particulares en una academia hasta el mes pasado. Mi contrato venció y la academia no me lo renovó porque están pensando en cerrar. Ya sabes, la situación económica ahora, es lo que tiene…
—Te entiendo. La verdad es que David y yo no nos podemos quejar en ese tema. De todas formas no te preocupes, seguro encuentras algo pronto.
Le volví a sonreír y la invité a pasar. Ella también sonrió y me entregó su regalo. Era un pequeño frasco de perfume de Agua de rosas de Adolfo Domínguez.
Cuando estudiábamos juntas, en una ocasión le dije que el perfume de Agua de rosas era una fragancia perfecta para mujeres que pasaban de los cuarenta años y que por eso solía regalárselo a mi madre.
Ya en casa, abrazó a David con la misma efusividad con la que me había abrazado y le regaló un par de sonoros besos. Yo la invité a sentarse en la mesa, en un hueco que quedaba entre dos amigos de David. Ambos informáticos y sin pareja conocida desde hacía años. Sus asientos quedaban lejos de dónde nos sentaríamos David y yo.
David sacó varias botellas de vino y algunas cervezas y refrescos. En la mesa se sentaron unos veinte comensales. Había comida para más del doble.
David se la pasó dando paseos de la cocina a la terraza y viceversa, sin dejar que nadie le ayudara. Iba a por la ensaladilla, luego a por el aliño de de pimientos, la tabla de quesos, los platos de chacina, la tortilla, las aceitunas, los picos, el pan…
Yo fui a por unas copas que aún tenía guardadas en el armario de la habitación de invitados. Las habíamos comprado en IKEA poco antes de venir a vivir al piso pero no las habíamos sacado aún. No eran los únicos trastos que andaban escondidos en esa habitación a la que no dábamos uso.
Como el armario quedaba enfrente de la cama, incliné el cuerpo y estiré los brazos para llegar a la parte más alta que era dónde estaba la caja con las copas.
Al bajar de la cama, el móvil que tenía guardado en el bolsillo derecho del pantalón empezó a sonar con la melodía que tengo puesta para los mensajes.
Me lo saqué del bolsillo y leí el mensaje: “Felicidades preciosa. ¿Qué tal? ¿Cómo te va?”
Me lo enviaba “C.G”. C.G son las siglas de una entrada en mi móvil con un número de teléfono que llevaba guardando muchos años. Lo tenía memorizado en la tarjeta SIM para no perderlo cada vez que cambiara de móvil. C.G son las siglas de Carlos Gil un amigo, siete años mayor que yo, al que conocí unos meses antes de entrar en la facultad y con el que empecé a salir estando en primero de carrera pero solo unos días porque recibió su primera oferta de trabajo en Barcelona y se mudó. No planeamos mantener una relación a distancia, ni nada de eso. Me estuvo llamando durante un tiempo. Lo siguió haciendo incluso cuando empezó a salir con una compañera de trabajo, Carmen, pero cada vez con menor frecuencia hasta que dejó de llamar. Yo tampoco lo llamé. Hacía al menos cinco años que no cruzábamos palabra y que no sabíamos de la vida el uno del otro. Ni si quiera nos teníamos agregados en las redes sociales.
Guardé el móvil en mi bolsillo y volví a la terraza.
Allí ya se habían hecho las presentaciones oportunas y se habían formado los correspondientes grupos. Los dos acompañantes de Virginia no paraban de darle conversación. Ella respondía escuetamente.
David empezó a rememorar anécdotas. Siempre hacía eso en las fiestas. Yo piqué algunas aceitunas y me tomé un par de copas de vino.
Los platos se vaciaron pronto. David me pidió que lo ayudara, en la cocina, a servir el segundo.
Había preparado escalope de ternera en salsa de almendras, acompañado con unas bolitas de patata que se había llevado toda la tarde haciendo. Yo enchufé la freidora para freír las bolitas y saqué un par de salseras en las que verter la salsa sobrante por si alguien quería echarse un poco más. Él preparaba los platos con la carne todo lo rápido que podía.
—Pareces nervioso, cariño. Estate tranquilo. Todo está saliendo bien.
—Sí, eso creo. He visto tontear mucho a uno de mis amigos, Marcos, con tu amiga esa, la pelirroja.
—¿Con Marta?
—Sí, con ella.
—¿Todavía sigues con esas? ¿No se supone que era mi cumpleaños? Quiero que dejes ya esa pose de maruja casamentera. No te pega. No me gusta.
—Pero, ¿Qué tiene de malo? Si nuestros amigos “intiman” pueden salir con nosotros y…
—¿Lo estás haciendo por eso?
—No, mi vida.
—Vaya que lo de mi cumpleaños era una excusa para organizar esto…
—No te pongas así, nena. He hecho tu tarta preferida, de tres chocolates. La hice esta mañana cuando estabas trabajando. La tenía cuajando en el congelador. La voy a sacar para que no esté tan dura. Te va a encantar. Incluso te he comprado velas.
—Será mejor que empecemos a llevar los platos de carne a la mesa o se van a enfriar.
—Está bien.
Llevamos todos los platos a la mesa entre los dos. Finalmente le di una de las salseras a David y yo me quedé en la cocina para coger la segunda salsera y algunos cubiertos más.
Antes de nada me saqué el móvil del bolsillo y respondí a C.G.
Gracias. ¡Cuánto tiempo! Me va muy bien. Terminé la carrera y he encontrado trabajo de lo mío. ¿Y a ti qué tal te va?”
Volví a la terraza. Durante mi ausencia y la de David muchos se habían cambiado de asiento. Virginia estaba a tan solo un comensal de distancia de David y no dejaba de mirarlo. De vez en cuando, le sacaba tema de conversación. Yo intervenía y mientras hablaba acariciaba el hombro de David.
Al cabo de un rato Virginia propuso un brindis, por los anfitriones. Así que me serví más vino y alcé mi copa como hizo todo el mundo.
Probé un par de bolitas de patata bañadas en salsa de almendra. Estaba tragándome la segunda cuando mi móvil volvió a sonar. Tuve que hacer pasar la patata con un trago de vino y lo cogí.
—¿Quién es, nena? —me preguntó David.
—Mi hermana, me envía un mensaje para preguntarme qué tal va todo. Ya sabes que es muy curiosa…. —le respondí sin levantar la vista del móvil.
En el remitente del mensaje ponía C.G y el contenido decía: “¡Me alegra que te vaya bien! A mí me va regular, Carmen y yo lo hemos dejado después de varios años. En lo profesional me va mejor. Tengo un nuevo trabajo en el que viajo mucho.”
Yo le respondí instantáneamente: “Vaya, siento lo de Carmen y tú. Espero que estés bien. Enhorabuena por tu nuevo trabajo, siempre te gustó mucho viajar. Seguro que estás contento con ese cambio.”
Me serví otra copa de vino y probé un poco de la carne.
Cuando terminé me levanté, cogí mi plato y varios vacíos pero David me los quitó de las manos.
—Tú quédate aquí tranquila. Voy a preparar la tarta. Virginia me puede ayudar, ¿Verdad, Virginia?
—Por supuesto —respondió Virginia levantándose rápidamente de su sitio.
—No, cariño. Será mejor que te ayude alguno de tus amigos. Hace mucho que Virginia y yo no hablamos. Nos gustaría ponernos al día. ¿A que sí, Virginia?
Virginia asintió con la cabeza, sin decir palabra y se volvió a sentar.
Después de irse David, Virginia y yo no hablamos. Ella se giró en su silla hacia un lado y yo hacia el otro.
Recibí otro mensaje de C.G: “Gracias por los ánimos, guapa. ¿Sabes? He estado pensando en ti.”
No respondí el mensaje en ese instante. Me serví otra copa de vino. La bebí a sorbos largos.
Todos estaban charlando animadamente formando coros de pie alrededor de la mesa y varios aún sentados. Virginia se levantó para integrarse en la conversación que mantenían los informáticos con dos de mis amigas.
Algunos empezaron a entrar en la casa y a trastearlo todo. La mayoría miraba los cuadros de fotos. Teníamos muchos por todo el piso.
Una amiga gritó desde el salón.
—¿Ese es el Teide? ¿Habéis ido a Tenerife?
—Sí. Fuimos el verano pasado con los padres de David. —le respondí yo, también gritando, a la vez que me servía otra copa de vino.
Con la copa llena hasta el borde reposando en la mesa, saqué el móvil de mi bolsillo y respondí a C.G:”Me ha sorprendido mucho que me mandaras un mensaje. Yo también he estado pensando en ti.”
—Míralos a los tortolitos, qué románticos. ¿Cuántas veces habéis ido a Paris? Tenéis tres fotos distintas frente a la Torre Eiffel —gritó otra amiga mía desde el comedor.
—Sí, supongo que es la típica foto. Hemos ido tres veces pero dos fueron por asuntos de trabajo míos y David me acompañó. Nos gusta mucho Francia y el francés es el idioma en el que mejor nos defendemos los dos —respondí gritando cuanto pude.
De pronto, las luces se apagaron y del comedor a oscuras emergió David con la tarta y veintisiete velas encendidas hundiéndose en la capa superior de chocolate blanco.
Todos empezaron a entonar el cumpleaños feliz descompasadamente.
Hacía años que nadie me cantaba el cumpleaños feliz.
David me besó en la frente. Luego puso la tarta sobre la mesa y me dijo:
—Sopla las velas, nena.
Las soplé.
Al ver que no quedaba ni una vela encendida empecé a quitarlas del a tarta. La capa de chocolate blanco parecía un campo de cráteres. David partió la tarta y repartió un trozo generoso a cada invitado.
Yo me había comido tres o cuatro cucharadas de tarta cuando recibí otro mensaje de C.G: “Me gustaría volverte a ver. Te he echado tanto de menos… En septiembre viajo a Sevilla. ¿Quieres que te avise y quedemos para tomar una copa?”
Sostuve con una mano el móvil y con la otra agarré la copa de vino que ya estaba a la mitad y me la terminé de un trago.
David estaba sentado a mi lado riendo a carcajadas y apurando las últimas anécdotas de la noche.
—Cariño, ¿No habías comprado unos chupitos?— le pregunté.
—Sí, de tequila, de vodka caramelizado, de hierbas y hasta de limoncello.
—¿Por qué no los sacas ahora?
—Buena idea. ¿Me acompañas?
—No, cariño. Mejor que te acompañe Virginia creo que ustedes aún tenéis mucho de qué hablar para poneros al día.
Virginia que se había sentado en el otro extremo de la mesa, me miró con cara de incredulidad. Yo sonreí mientras asentía con un leve movimiento de cuello. Ella se levantó presurosa.
—Yo te acompaño, David —dijo Virginia. Lo acompañó a la cocina agarrándolo por el brazo y dorándole la píldora —. ¿Has hecho la tarta tú? ¡Qué apañado eres! Estaba buenísima. El otro día hice una tarta parecida…
Yo volví a coger el móvil y le respondí a C.G.: “Yo también quiero volver a verte. Ok, avísame cuando vengas. Te espero.”
Cuando los invitados se fueron, David y yo estuvimos un buen rato recogiendo platos y vasos. Ya en la cama, él me buscó. Jugó con sus manos entre mis piernas y me mordió el cuello bajando hasta el pecho para chupar mis senos como un felino hambriento, pero aquella noche no hicimos el amor, ni la siguiente.

RELATO PREMIADO EN EL IV CONCURSO DE RELATOS ALBERTO FERNÁNDEZ BALLESTEROS. JUNIO 2016.

2 comentarios:

Comentar es gratis. Y mi respuesta también.
Deja huella de tu paso por aquí y me harás la mar de feliz.