miércoles, 13 de diciembre de 2017

Aparece cada mañana a la misma hora.

Aparece cada mañana a la misma hora, a las 12:30, va cojeando de la pierna izquierda y se ayuda de un carrito para andar. Debe tener  poco más de cincuenta años. Va aseado, aunque viste cazadora juvenil. El traqueteo de su carrito apenas enturbia el silencio zumbante de la biblioteca y los cuatro motores de la austera calefacción. Nadie parece reparar en su presencia cuando llega. Solo yo, que lo espero. Siempre repite el mismo ritual. Avanza hasta la última mesa y deja el carrito. Desanda sus pasos, ahora con más dificultad y coge un libro. Siempre el mismo. Uno de tapas gruesas negras y tamaño folio.Vuelve hacia el asiento junto a su carrito y se sienta seis minutos. Ni uno más, ni uno menos. En ese corto espacio de tiempo ojea el libro con desidia. Pasado el tiempo se levanta y lleva el libro hasta una mesa que se encuentra cerca del mostrador. Pero no al mostrador. Luego, avisa a las bibliotecarias del lugar donde ha dejado el libro, regresa a por su carrito y se va. Y yo no lo entiendo. Yo siempre quiero entenderlo todo pero eso no lo entiendo. A él no lo entiendo. He dejado de leer a Mitre, Gramsci, Pierre Vilar y a otros tantos solo por verle ojear el mismo libro en bucle, cada día. Me he inventando montones de explicaciones razonables para su sin razón. Hoy estuve a punto de resolver el enigma preguntando a las bibliotecarias. Porque asumo que ellas si saben lo que ocurre, lo intuyo por las miradas de complicidad que se dedican nada más verlo llegar. Pero no lo he hecho. He recordado que son las cosas que no alcanzo a comprender las que impulsan a escribir. Y lo echo de menos. Mientras no sepa por qué actúa así, hay un abanico ilimitado de posibles respuestas que puedo fantasear. Es el esbozo de un personaje. El esquema desdibujado de una trama. Una historia por contar.

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