miércoles, 1 de abril de 2015

TODOS SE PREPARAN




Lunes de la primera semana de junio. En Los Palacios y Villafranca, un pueblo de Sevilla, el reloj de la segunda parada de autobús marca las ocho y un minuto de la mañana. Justo encima, un cartel publicitario anuncia una oferta de bikinis a 25,99 euros y bañadores de hombres a 19,99 euros en el Corte Inglés. De fondo, la fotografía de una pareja joven, muy bronceados y muy rubios ambos. Ella tiene cintura ancha, caderas estrechas y pecho generoso. Él tiene torso atlético y piernas fuertes. Se ríen mostrando una dentadura blanca de dientes perfectamente alineados. El reloj parpadea. Desaparece la hora y marca la temperatura: 31º.
En la parada hay una veintena de personas esperando el autobús con destino a Sevilla a las que progresivamente se van incorporando gente. Poco a poco, van formando una especie de cola. Unos cuantos charlan entre sí. Otros esperan callados, cambiando continuamente de postura. Otros, incluso, aguardan bostezando.
Un chico que viste traje de corbata pero que no aparenta más de treinta años, se fuma un cigarro. Una chica que está a su lado lo mira insistentemente y cuando éste le devuelve la mirada, ella se pasa la mano por la nariz a modo de parabrisa.

—¿Qué pasa Carmen? ¿Ya vamos pa Sevilla no?— grita Concha, una señora de unos cincuenta años de pelo corto, medio rubio y medio canoso a partes iguales, desde la otra punta de la cola y la atraviesa hasta acercarse a la que parece ser su conocida y a la que saluda con un par de palmadas en el brazo.
Carmen, su supuesta conocida, es algo mayor y está justo al inicio de la cola junto con otras mujeres.
—Como to los días Concha, ¡qué le vamos a hacer! —dice Carmen.
El resto de la cola la forman grupos de jóvenes.
Sergio cruza el paso de peatones que hay enfrente de la parada y se incorpora a la cola. Tiene veinte años y está en el primer curso de la Licenciatura de Historia. Permanece en la cola unos minutos mirando de un lado a otro como buscando a alguien. A los pocos segundos su mirada se cruza con la de una chica alta de pelo moreno y rizado que le sonríe. Es Sandra. Sandra tiene un par de años menos pero también va a primero de carrera, es su compañera de clase.
—¡Sergio! ¡Ven! —Sandra hace ademán con la mano como para que se acerque.
Sergio se acerca a ella con media sonrisa dibujada en la cara.
—Qué empollona, ¿te lo sabes todo?—dice Sergio
—Puf qué va. Solo me he estudiado hasta el tema quince. Los demás ni me los he mirado. Me parece que voy a suspender – dice Sandra.
—Siempre dices lo mismo y luego apruebas.
—Que no, joder. Y tú,  ¿qué tal?
—¿Yo? Como siempre, como el puto culo. Pero me he levantado a las cinco, eh, este es el segundo Redbull que me tomo hoy  —dice Sergio. Se quita la mochila, la abre y saca un Redbull que le restriega a Sandra por las narices.
—Tío, que eso es malo, tanto Redbull...
—¡Anda ya!
Un poco más adelantados en la cola se encuentran Julián y Mario charlando. Ambos tienen diecinueve años y están haciendo un módulo de grado medio en Sevilla: Mario lo hace de carpintería y Julián de electricidad.
—¿Fuiste el sábado al campo del Juan? —dice Mario
—Qué va tio, no pude –dice Julián.
—Yo tampoco, pero me ha dicho esta gente que se pusieron todos tajaos. Al Isra se lo tuvieron que llevar al ambulatorio y todo pa que le pusieran la inyección esa...
—¿Qué inyección?
—La que te ponen pa que se te baje el alcohol de la sangre.
—Ah, la de B12.
—Ea, esa.
—¿Y le pasó algo? —dice Julián y se agacha. Se ata los cordones de una de sus zapatillas de deporte.
—No. Vamos, se hartó de vomitar y luego lo llevaron a su casa, ya está.
El autobús de las ocho llega. Viene casi lleno de la primera parada. Frena y abre la puerta. Del motor emana un aire denso.
Todos los que están formando la cola se empiezan a agolpar. Y conforme van entrando, el resto va avanzando, muy juntos todos, pegados los unos a los otros.
Mario se pone de puntillas, parece que intentara mirar por encima de la cola al sitio del chófer.
—Coño, ¡el gordaco! —le dice Mario a Julián.
—Qué cabrón eres tío —dice Julián.
—Eh, quillo, que yo no me meto con cualquiera pero es que este tío es más malaje… Cuando no tienes cambio o algo pa el billete, el tío se pone to borde y que te deja en tierra, vamos.
—Sí, pero desde que le pasó lo del accidente ya no dice más nada. Está cagao temiendo que lo echen.
—Ya, pero tuvo el accidente porque estaba loco y corría mucho. ¡Menos mal que no le pasó nada a la gente!
—¡Verdad, tío! Ahora lo han puesto por la mañana, pa mí que este es el que va a hacer todos los días el turno de las ocho.
—¡Venga ya! Pero es que ahora siempre va pisando huevos pa que no le digan anda. Hoy no llego a tiempo, fijo —dice Mario. Mira el reloj de su muñeca. Luego mira el reloj de la parada y vuelve a mirar el reloj de su muñeca.
—Bueno, te saltas la primera hora, ya ves tú.
La cola sigue avanzando hasta que todos entran en el autobús. Sandra y Sergio consiguen los últimos asientos. Tras ellos, cuatro personas se quedan de pie en el pasillo. La puerta del autobús se cierra.

Lunes de la segunda semana de junio. Son las ocho y diez minutos. El autobús de Los Palacios está saliendo del pueblo rumbo a Sevilla.
El gordaco, o como lo bautizaron sus padres, Manolo Jiménez, conduce el autobús. Justo detrás del asiento del conductor hay una fila de asientos puesta de espaldas al conductor. Esos asientos a menudo son ocupados por señoras que aprovechan así para formar sus propios corrillos de cuatro, dos y dos enfrente.
En el lado del conductor, el corrillo hoy está ocupado por Carmen y Concha y en la fila de enfrente María José, una mujer de unos cuarenta años que viste como si tuviera veinte menos. Va arreglada, aunque la ropa no es de marca, parece de mercadillo. Se la ve maquillada. La base de la cara es de un color discreto, apenas se ha puesto colorete y ni se ha tocado los labios pero en los ojos lleva un par de parches azules delineados con eyerliner. La mujer porta consigo una bolsa de papel enorme de color roja y repleta de cosas que pone justo a su lado. En cada curva que toma el autobús agarra la bolsa con fuerza, pues esta empieza a tambalear.
—Carmen, ¿tú conoces a Maria José? Es la hija de Encarnita, la que vive en tu calle —dice Concha dando unas palmaditas en las piernas de María José.
—Claro, ¡cómo no la voy a conocer! Se ha criado en mi calle hasta que se casó —Carmen imita el gesto de Concha.
María José se remueve en el asiento y quita ligeramente del alcance de las dos señoras sus piernas.
—Pero niña, ¿tú no te habías separado? —dice Carmen.
—Sí, hace ocho meses ya —responde María José
—Escucha Carmen, resulta que desde que separó empezó a trabajar sirviendo en una casa en Sevilla, pero ahora su señora se ha puesto muy malita. Esa mujer ya no está… ¿Verdad Maria José? —María José asiente — Y entonces le han dicho los hijos de su señora que la van a internar en un asilo porque no pueden ocuparse de ella. Es que ya no habla apenas, vamos que está fatal. Y cuando la lleven al asilo María José se va a quedar sin casa. ¡A ver dónde va a encontrar un trabajo! Y para colmo, su marido todavía no le pasa la pensión de los dos niños, como no se ha celebrado el juicio y eso… Te lo digo por si sabes tú de alguna casa que necesiten a una mujer pa servir. Vamos, que ella en la casa que está todavía le puede quedar un mes perfectamente, entre que los hijos de su señora arreglan las cosas para internarla y no.
—Pues a ver si me entero por ahí de un trabajito en alguna casa. Yo te aviso, mujer. Pero vamos, ¿tu marido no te da ni un duro aunque sabe que tienes que darle de comer a los niños, no? ¡Valiente sin vergüenza! —dice Carmen.
—¡Ya ves, Carmen! ¡Lo que tiene que aguantar una!—María José se recoge el pelo con una gomilla que lleva en la muñeca — Mira, yo de ese ya no quiero nada. Yo estoy muy feliz ahora. Yo no podía seguir así… Ahora, cuando me apetece salir un ratito salgo y cuando no me apetece no salgo. Tengo a mis niños que ya son mayorcitos y no me dan ruido. Se pasan toda la tarde jugando en la calle o haciendo sus deberes en casa, no necesitan a nadie y yo les dejo su almuerzo preparado y todo nada más pa que se lo calienten en el microondas cuando lleguen del instituto —Maria José se deshace la cola que le ha quedado baja, en la nuca, y se la hace de nuevo, sin dejar de hablar—. Yo llego cansada a mi casa de trabajar, sí, pero cuando llego me ducho y me tiro en mi sofá, y veo mi tele, y ceno si quiero y si no quiero no hago de cenar, porque los niños con un bocadillo ya están contentos. Vamos que no me arrepiento de nada. Y yo no le pido nada para mí eh, pero al menos la manutención de mis hijos. Que unos niños tienen muchos gastos y cuando no quieren cosas para el colegio se les rompen los zapatos o los dientes, y no cuesta nada arreglar una boca… Además el karate, que yo no voy a quitar a mis niños de eso porque es una cosa muy buena y a ellos les gusta mucho y hacen deporte, pero son treinta euros al mes cada uno y de eso el padre ni se entera. Él se sacude las pulgas —dice María José todo de corrido, sin pararse a respirar.
—Si es que está visto, los hijos son pa la madre. La que los pare es una y a la que les duele es a una —Concha mete las manos en la bolsa de Maria José y revuelve el contenido—. Y tu ahí, ¿qué llevas?
—Qué cotilla eres, ¿no? —María José suelta una carcajada sonora — Pues mis cosas para el aseo, una muda de ropa, y mi pijama. Me dijeron los hijos de mi señora que siempre fuera preparada por si un día estando yo allí se ponía mala, que me quedara con ella a pasar la noche. Ellos están trabajando y no se pueden quedar con ella. Vienen sólo el fin de semana a darle una vuelta.
Acabada las presentaciones y la confesión de María José, las tres mujeres se ponen a discutir de varios temas pasando de uno a otro rápidamente: de lo caro que está todo, de lo difícil que es educar a los hijos... Finalmente, discuten para ver quién ha tenido el parto más doloroso.
En ella primera ronda cae desclasificada Concha que no puede competir con un parto de riñones de Carmen y la cesárea de María José.
Justo detrás de estas tres mujeres van sentados Sergio y Sandra. Ambos miran sus apuntes.
—Mírala a la niña, oye, el escotazo que se ha puesto hoy… —Sergio introduce un bolígrafo en las tirantas de la camiseta de Sandra — ¿Vas a ligarte al profesor para que te apruebe el examen?
—Eres un guarro. Voy así porque me da la gana y porque estamos en junio y hace calor.
—No te enfades, tonta. Venga, anda, explícame todo el rollo ese de los viajes menores que, como me caiga hoy en el examen, la voy a cagar.
—¡Déjame en paz! —Sandra gira la cabeza hacia el lado opuesto de Sergio, como dando por zanjado el tema.
—Uy, qué rápido se enfada la niña. Venga, que a mí la Historia de América se me da fatal. Explícamelo, anda, y así practicas, empollona.
—¡Qué pesado!—dice Sandra, ahora ya, mirándolo a la cara — Está bien. Pero échame cuenta, que no te lo voy a explicar dos veces —Espera hasta que ve a Sergio asentir —. Los viajes menores o también conocidos como viajes andaluces, se iniciaron entre el tercer y cuarto viaje colombino, es decir, de 1499 a 1502. Lo más correcto sería llamarlos viajes de reconocimiento y rescate. Supuso el fin del monopolio que Colón tenía sobre las navegaciones a la India. Y bueno, en definitiva, fueron todos unos desastres desde el punto de vista económico, aunque se descubrieron cosillas, poco más.
—¿Cosillas? Te estás esmerando muy poco en explicarme.
—Tampoco tienes tiempo ahora de que se te quede mucho en la cabeza —se excusa Sandra.
—También es verdad. Bueno, anda, explícame ahora la teoría de la pera de Colón.
—¿Me estás tomando el pelo? —Sandra lo mira insistentemente.
—Que no, en serio, no la entiendo —dice Sergio. Se encoje de hombros y hace una mueca con la boca.
—Vale, pero como sea una broma, ¡te la cargas! —Sandra resopla — A ver, en la época de Colón ya se sabía que la Tierra era esférica —habla más despacio —. Pero la problemática venía en cuanto a la medida exacta del diámetro de la Tierra. Lo que ocurre es que Colón tenía una idea muy particular sobre la forma de la Tierra. Mira, habla de ello en su tercer viaje, lo tengo aquí subrayado — Sandra busca entre sus apuntes un fragmento de texto subrayado de rosa fluorescente y empieza a leer —: “Mas ahora he visto tanta deformidad que, puesto a pensar en ello, hallo que el mundo no es redondo en la forma que han descrito, sino que tiene forma de una pera que fuese muy redonda, salvo allí donde tiene el pezón o punto más alto; o como una pelota redonda que tuviere puesta en ella como una teta de mujer, en cuya parte es más alta la tierra y más próxima al cielo…”
Sergio se empieza a reír.
—¡Qué te den! —grita Sandra. Guarda sus apuntes y saca del bolso un reproductor de música, se pone los auriculares y ya no dice nada más.
Sergio le quita bruscamente un auricular de la oreja.
—¿Me vas a ignorar?
Sandra le pega un guantada sonora en el brazo a Sergio. Luego, se coloca de nuevo el auricular.
Mario y Julián hoy ocupan uno de los asientos al fondo del autobús.
—Tío, otra vez no fuiste el sábado al campo del Juan —dice Mario.
—Es que no pude —dice Julián
—No pude, no pude…siempre igual tío. Bueno y el módulo ese… ¿Está bien? ¿Ya hacéis maquetas y cacharros?
—Cacharros… ¿Cómo? Maquetas sí hacemos. Hace un mes envié un proyecto de poleas a un concurso que se organiza entre varios institutos de Sevilla y gané. Bueno gané… Tengo que construir la maqueta y llevarla al instituto la semana que viene. Un juez del concurso viene, la evalúa y si funciona como yo indicaba en los planos, me dan 500 euros de premio.
—Ostia, tío. ¡500 euros! Me invitarás a unas cervezas por lo menos ¿no?
Julián hace un gesto con la boca, es un gesto indefinido a medio camino entre la sonrisa forzada y la cara de asco. Baja la mirada.

Tercer lunes de junio. Son las ocho y veinte minutos. Hace un rato que el autobús salió de Los Palacios y ahora Manolo Jiménez, entra en la autopista. Se avecinan unos diez o quince minutos de autopista hasta que salga de la misma para entrar a Sevilla por la avenida de la Palmera.
El autobús va casi lleno, solo quedan dos asientos libres al fondo.
 En la parte delantera, Concha, Carmen y María José vuelven a ir sentadas en su rincón particular, de espaldas al conductor. Dos filas más atrás van sentados Sergio y Sandra.  Justo detrás de ellos Julián y Mario.
Julián va muy rígido. Lleva apoyada sobre las rodillas una enorme maqueta a la que se agarra con fuerza ante el menor giro del conductor.
—Esta no llega viva, eh —le dice Mario.
—Por la cuenta que me trae, va a llegar viva y andando. Tengo que arreglarle un cable que tiene aquí suelto… —Julián señala a un cable de la maqueta—. Sujétamela —. Se la entrega a Mario.
Julián empieza a buscar en su mochila algo.
—Pero cuéntame cómo funciona. ¿No tiene muchos cables esto para ser una polea?
—No es una polea, son varias poleas. ¿Y tú que te crees que es una polea? Mira, tiene varios módulos. Este primer módulo consta de un motor al que le proporciona energía una pila de 9 voltios. Éste, provoca el giro de una polea mediante una correa de transmisión y entonces…
—Déjalo, yo no me entero de nada —Mario frunce el ceño.
—¡Vaya carpintero estás hecho tú!  
—Los carpinteros no necesitamos cables, ni motores ni pilas de nueve voltios.
—Pero si es una tontería muy fácil. Además, yo no soy carpintero y la polea es de madera. Anda que a ti te sacan de lo tuyo y no sirves ni pa cambiar una bombilla. En tu casa las cambiará tu madre ¿no? —dice Julián. Su tono suena a sorna.
—Tío, que paso de tu rollo de poleas. Además, tú ya no quieres saber nada con nadie, ¿no? Este sábado tampoco fuiste al campo del Juan. ¿Te pasa algo o qué?
—¿Qué me tiene que pasar? No tenía ganas y punto. ¡Dame mi maqueta!—Julián se la quita a Mario y se la vuelve a poner en las rodillas. La agarra con fuerza.
—¿No la ibas a arreglar?
—La arreglaré en el instituto.
—Pero a ti te pasa algo ¿no? Vente este sábado, tío, y echas el día. Vamos antes al Mercadona, compramos unas litronas, unas bandejas de filetes, chistorras, patatas… ¡Con lo que te gusta a ti ese rollo! La piscina del Juan ya está lista. Luego por la noche vamos a la botellotona y …
—¿A ti qué te pasa? —Julián alza la voz— ¿Te has enamorado de mí o qué? Que no voy a ir a ningún lado, déjame ya.
—Quillo, tranquilo, Julián —dice Mario. Levanta las dos manos, como apaciguándole.
—Tío, que mi padre lleva parado tres meses y no le voy a pedir dinero pa comprar litronas o pa irme a la botellona.
Hoy es Mario el que agacha la cabeza unos segundos. La vuelve a levantar y mira a la maqueta. Se quedan unos segundos en silencio.
—Bueno, cuando te den el premio ese. Entonces, ya podrás ¿no?
—Sí, si me dan el dinero voy el sábado que viene. ¿Contento?
Mario da una palmada en el hombro de Julián.
—Ves tío, las cosas tienen solución.
Delante, Sergio y Sandra están callados. No han hablado durante todo el trayecto. Sandra está sentada del lado de la ventana, mirando por ella, con los auriculares del reproductor de música puestos.
Sergio se los quita.
—Ya, en serio. ¿Sigues enfadada? —dice Sergio.
—No —dice Sandra.
—¿Y por qué no me hablas?
—Si te hablo, lo estoy haciendo ahora mismo —dice Sandra.
—No me dijiste cómo te salió el examen. Te volviste al pueblo antes que yo. Tampoco me contestaste a los mensajes que te mandé.
—No tenía ganas.
—Estás así todavía, ¿por la tontería de la semana pasada? Era una broma… Siempre estoy de broma.
—Ese es el problema Sergio, siempre estás de broma.
—No pongas esa cara de desaborida, anda, que te pones muy fea. Hoy terminamos los exámenes, empollona. ¡Estarás contenta! La semana que viene nos vamos a ir tú y yo a celebrarlo por ahí.
—Hoy hemos quedado con los de clase para tomar algo luego del examen ¿No lo recuerdas?
—Sí, ya, pero digo tú y yo solos. ¿O me tienes miedo, empollona? La semana que viene, te llamo y…
—La semana que viene me voy a Matalascañas, mis padres tienen una casa allí casi a pie de playa.
—Mira tú la niña, qué bien vive. Bueno la siguiente quedamos.
—Que no, Sergio. Me voy a quedar en Matalascañas todo julio, o todo el verano. No lo sé.
—¿Qué vas a hacer tú allí tanto tiempo sola? Te vas a aburrir.
—No, allí conozco a gente. Voy desde niña todos los veranos. Como mis padres son profesores en verano no trabajan y, ¿para qué nos vamos a quedar en el pueblo con el calor que hace? Además, hay muy buen ambiente de marcha por las noches. Se está bien.
Sergio no responde. Ambos se vuelven a callar.
Manolo Jiménez sigue conduciendo por la autopista. Ya queda poco para que aparezca la próxima salida que tendrá que tomar para entrar en Sevilla.
Carnen, Concha y María José charlan como lo llevan haciendo todo el trayecto, a voces.
—¡Qué frío tengo! Me estoy quedando congelada con el aire acondicionado. En los autobuses del pueblo o no ponen el aire al medio día y te asas de calor o te lo ponen por la mañana y te mueres de frío  —Carmen coge una rebeca que tiene en el regazo y se la pone.
—María José, cada día traes la bolsa más llena. Ya no te cabe nada —dice Concha.
—Pues siempre llevo lo mismo —le responde María José.
—¿Y esas alpargatas rosas? —dice Carmen y saca una de ellas de la bolsa.
—¿Qué les pasa a mis alpargatas?
—Que están más viejas… Ya es hora de que las tires.
—¿Tú tienes mucho dinero para comprarme unas? Métela en la bolsa.
Carmen hace ademán de meterla en la bolsa pero Manolo hace un adelantamiento rápido y da un volantazo brusco cuando se incorpora de nuevo a su carril. La alpargata se le cae al pasillo del autobús.
Carmen se levanta de su asiento para cogerla, tiene que andar un par de pasos por el pasillo para alcanzar la alpargata pero Manolo vuelve a hacer un adelantamiento. Esta vez es ella la que tiene que agarrarse a uno de los sillones para no caerse de bruces. Cuando el autobús ya parece más estable se dirige corriendo a sentarse en su asiento. Justo al poner las posaderas sobre el mismo, Manolo da otro volantazo para incorporarse otra vez en su carril y Carmen pierde el equilibrio en su asiento, aunque no se cae.
—Chófer ¡qué me va a matar! —grita Carmen a Manolo.
Manolo continúa conduciendo sin responder.
—¡Vamos, por poco no lo cuento por una babucha! Esto no se lo cree nadie —Carmen se pone a reír escandalosamente.
Carmen tiene enfrente de ella la bolsa de María José, pero en vez de meter la alpargata directamente, la lanza como si pretendiera encestar en la bolsa. La alpargata roza el borde de la bolsa y cae de nuevo al suelo.
Una vez en el suelo, con el movimiento del autobús por los volantazos frenéticos que sigue dando Manolo, la alpargata se va deslizando hasta acabar a la altura de siete u ocho filas de asientos más atrás. Un chico joven de una de esas filas, coge la babucha y se la lanza a Carmen con tan mala puntería que el lanzamiento se queda a medio camino anclado en la maqueta de Julián.
Julián coge la zapatilla. Le da la maqueta a Mario. Se gira hacia atrás en el autobús y lanza con fuerza la zapatilla hacia el fondo.
 Al fondo, una mujer de unos cuarenta años, se ríe, la coge y la lanza de nuevo hacia delante.
Esta vez cae en las rodillas de Sandra. Ella la sujeta casi sin rozarla, con las uñas de sus dedo pulgar e índice.
Sergio se la arrebata y la tira hacia delante como pretendiendo encestar en la bolsa de María José.
Concha pone la mano justo cuando la zapatilla le pasa rozando y le imprime a ésta un nuevo impulso. La alpargata impacta en la cabeza de Manolo y cae sobre sus piernas.
Manolo coge la alpargata con la mano izquierda y sin dejar de mirar la carretera la lanza, pero no hacia detrás, sino por la ventana del conductor.
—¡Ostia! —exclaman a la vez algunos pasajeros.
María José se lleva las manos a la boca.
—Te creerás muy graciosa Carmen ¿no? ¡Mira lo que has hecho! María José se levanta y se pone de pie justo al lado de Manolo — Chófer ¿Por qué me la has tirado? Ha empezado Carmen eh, no yo. Vamos que yo no tengo nada que ver. La culpa es de ella. Me da igual ya mi alpargata, pero que sepas que yo no he montado este jaleo. Parece una niña chica, una mujer ya tan vieja. Desde luego…
Manolo no mira a Maria José.
Manolo no responde a Maria José.
Manolo no aparta los ojos de la carretera.
Manolo da un volantazo mucho más brusco que los anteriores.
María José cae de culo al suelo.
Desde el fondo se oyen voces que preguntan qué está pasando.
Manolo sigue batallando con el autobús. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda…
En uno de los giros hacia la izquierda Sandra se golpea la cabeza contra la ventanilla. No sangra. Tampoco habla. Su cabeza parece de goma y cuelga del cuello hacia delante.
 Sergio aprieta los pies contra el suelo, la mano derecha contra el asiento que tiene delante y con la izquierda levanta la cabeza de Sandra.
La gente empieza a caerse de sus asientos al pasillo.
La maqueta de Julián es la primera en caer con ellos, así como la bolsa de María José.    Julián se agarra con las dos manos al asiento que tiene delante.
En segundos, los pedazos de su maqueta se pierden entre una maraña de pies, piernas, brazos, mochilas y bolsos.
Cuando el autobús gira por última vez hacia la derecha, sale de la carretera, se come el quitamiedos y continúa en línea recta al menos quinientos metros hasta que de pronto, se para.
El sonido del motor se deja de escuchar.
Los pasajeros empiezan a incorporarse desenredándose entre ellos.
Mario mira a Julián.
Julián mira al suelo y se agacha a recoger los pedazos de maqueta.
Sandra reacciona y con las dos manos se aprieta en la cabeza.
Sergio la abraza fuerte.
Sandra corresponde al abrazo y llora.
Sergio se separa de ella, la mira y la besa en los labios.
Concha se queja de un dolor en la cadera porque en el trasiego Carmen ha caído sobre ella.
Manolo se levanta. Se gira hacia sus pasajeros. Está rojo, sudando. Respira muy fuerte.
No dice nada. Gira la cabeza hacia la ventanilla del autobús que queda del lado de la carretera.
Todos los pasajeros se van a ese lado y empiezan a mirar también por las ventanillas asomándose unos sobre los otros.
María José pega sus manos sobre el cristal con los ojos muy abiertos.
Carmen y Concha se santiguan.

Todos se preparan.

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