miércoles, 13 de agosto de 2014

YO Y LAS ZORRAS DE MIS AMIGAS

CAPÍTULO 2: ACERCA DEL COMPORTAMIENTO DE LA FAUNA  EN LAS PISCINAS COMUNITARIAS.




               Este año, hasta hace unos días, parecía que a los sevillanos nos habían quitado el verano y nos pasábamos el día arrecíos. No era normal.

               Urss quería que le escribiera a Iker Jimenez para que investigara tan inusual fenómeno. Ella lo ama platónica y visceralmente. Cada vez que ocurre algo medianamente fuera de lo común en su vida quiere que Iker Jimenez lo reporte. Ya os contaré otro día con mayor detenimiento sobre tan misterioso amor.

               Irina se ha aclimatado hasta tal punto que se hacía la mártir, decía que no había conocido verano más fresco en su vida (y eso que vivió uno en Alemania) y se la pasaba con el cuerpo destemplado.

Yo dormía con pijama de pantalón largo, me despertaba a media noche para ponerme calcetines, me tapaba con la sábana y la colcha y echaba de menos mi nórdico. Más de una vez me tentó la idea de bajarlo del altillo, pero resistí.

No es exageración. Las mujeres somos así, tenemos un sentido especial para el clima y una percepción extrasensorial sin límites que nos hace predecir, con el mismo tino, desde que nos va a venir la regla al menor endurecimiento de las tetas a que hace un par de grados menos de lo esperado. Eso es así. Y si una  noche estando fuera de casa decimos que tenemos frío no es porque esperemos que un chico/hombre/espécimen del género opuesto venga a salvarnos ofreciéndonos su chaqueta, es simple y llanamente porque tenemos frío y necesitamos que el mundo entero sepa de nuestra ausencia de calor y ya está.

Pero ahora resulta que la llegada de agosto nos ha devuelto el verano. ¡Menudo chollo! Así que ya podemos quedar para ir a la piscina y la playa e incluso bañarnos sin salir en las fotos con los labios morados. ¿Qué más se puede pedir?

Hace unos días, quedamos para pasar el día en el piso de Irina,  aprovechar su piscina comunitaria y, de paso, renovar las fotos del facebook ya que llevábamos casi una semana sin subir nada y así no había forma de competir con la intensa vida social de nuestros contactos, atestiguada en fotos super creíbles y casuales.  Nosotras no somos de esas que suben fotos de piernas salchichas ni pies hundidos en la arena, por supuesto, criticamos mucho a ese tipo de personas. Nosotras tenemos clase, algo que no abunda. Subimos fotos en traje de baño que sugieren más de lo que enseñan y nos fotografiamos con ropa de piscina y gafas de sol al caer la tarde. Lo nuestro es puro arte.

Debo reconocer que a lo largo de mis veintiséis años de vida, pocas veces me he dado un baño en una piscina comunitaria.

En los pueblos, los de verdad, los que tienen alma y calles repletas de casas que no se parecen la una a la otra ni en el umbral, lo de de tener una piscina comunitaria es algo impensable. Normalmente uno tiene su propia parcela con una piscina o se acopla a la de un familiar durante todo el verano y luego, ya en invierno, como hace siempre la familia, si te he visto no me acuerdo hasta el día de navidad (si es que hay gambas de Huelva y jamón de pata negra de por medio, si no, ni eso, si no te digo que este año me toca celebrar las fiestas con la otra parte de la familia y ya nos veremos cuando apriete “la caló”).

Yo entiendo que el pueblo de Irina no es un pueblo de verdad, es una ciudad dormitorio, un término moderno que viene a decir que ahí no hay nada que hacer y solo vas a  tu casa para sobar, lo cual tampoco es cierto porque en el pueblo de Irina hay centro comercial y eso ya es el no va más de lo moderno por los lares puebleriles.

El caso es que a mí siempre me ha parecido que vivir en un piso que cuenta con piscina comunitaria es un arma de doble filo: por un lado te garantizas tener piscina todos los días de verano aunque no dispongas de tu propia parcela, además, ni te tienes que desplazar, basta con bajar las escaleras; por el otro, cada vez que pagas la comunidad es como si te estuvieran haciendo firmar un contrato en el que autorizas a todos tus vecinos a que te vean en paños menores dos o tres meses al año y a su vez, te guste o no, consientes en contemplar los cuerpos serranos de tus vecinos ligeritos de ropa.

Un encuentro de ascensor con tus vecinos siempre es incómodo, pero se vuelve grotesco, esperpéntico y casi traumático (hasta para los que solo estamos en el lugar de pasada y esos vecinos no son más que accidentes puntuales y circunstanciales) cuando en ese encuentro tienes que contemplar la barriga cervecera de uno de ellos mientras te tapas con la toalla el vestido camisero que llevas empapado dejando poco lugar a la imaginación.

Irina es una temeraria, sube de la piscina a su piso en pareo. ¡Hala, hala! Solo con verla me siento desnuda hasta yo. Urss, por su parte, baja a la piscina con zapatos cerrados y se pone la ropa de calle encima del bikini mojado. ¡No conocen término medio! Y a la vez, no pueden ser más distintas la una de la otra. Irina baja a la piscina con un bolso playero repleto de potingues contra el sol y chuches contra el hambre. Urss saca todos los bártulos de su bolso y los reparte en los bolsos de Irina y mío para dejar el suyo en el piso. El bolso playero de Urss es un objeto desgraciado que no conoce lo que es el roce del césped ni de la arena de playa, un  incomprendido que solo sirve de maleta para transportar cosas de un punto A, la casa de Urss, a un punto B, la casa más cercana a dónde se desarrolle la salida acuática.

La piscina comunitaria de Irina tiene ecosistema propio (el agua está fría en las horas de sol y se vuelve sopa caliente en las primeras horas de la mañana) y los vecinos que se congregan en torno a ella representan, en pequeña escala, todos los elementos de la fauna/sociedad ibérica en su modalidad andaluza.

Lo bueno de ir a lugares a los que estás poco acostumbrada es que mis miopes ojos y mis finísimos oídos se vuelven radares que no pierden puntada de cuanto acontece, por eso me doy cuenta de ciertos detalles.

La piscina comunitaria de Irina está situada justo en el patio centro de un conjunto de bloques de pisos, son ocho. Todos la rodean. Algunos tienen balcón al exterior y otros al patio interior, esto es, vista en primera línea de playa, digo, de piscina.

Por las mañanas la piscina está llena de los niños del “me aburro”, esos que se levantan temprano para dar la lata y a los que la madre los manda a la piscina para poder hacer “las faenas” tranquila, pero claro, como buena madre, de vez en cuando bajo baja a “darles una vuelta”, como si los estuviera  cocinando en agua de cloro o, si es de las privilegiadas que tienen balcón con vistas a la piscina, aprovechan para darles una voz amenazadora desde el piso, «¡Carloh, Carloh, cushame, mira aquí parriba! Como tú no deje de hacerle ajogailla a tu hermana que en deje aquí la ehtoy escuchando llorá, bajo pa bajo y te saco yo de loh peloh». Nosotras, al escuchar las voces de la madre amenazadora miramos a Carlos con cara de circunstancia y muy dignamente nos salimos de la piscina acojonadas, no fuera a ser que esa buena señora bajara de verdad y, en un lapsus, nos pretendiera sacar  de los pelos también a nosotras, que los efectos de la lejía a tempranas horas de la mañana, lo sabemos, son altamente nocivos y perturbadores.

A eso de la una y algo, poco antes del almuerzo, bajan algunas marujas a marcar territorio.  Portan sillas de plástico y empiezan a esparcirlas por un rincón del césped (generalmente el que goza de mejor sombra) que, al parecer, lleva su nombre escrito en la hierba, aunque nosotras nunca lo hemos visto e Irina me asegura que no había cláusula en el contrato de propiedad que incluyera determinadas áreas de césped con la compra del piso. Vienen en comandita fingiendo que van a darse un chapuzón pero sabemos que es puro paripé porque no se echan crema protectora, se limitan a sentarse un poco en el bordillo de la piscina, meter las piernas y respirar aliviadas. ¡No dedican más de cinco minutos a su teatrillo! Luego, terminada la función,  se levantan, y se suben a almorzar tranquilas porque ya tienen su sitio favorito reservado.

Nos sorprende lo infantiles que pueden llegar a ser algunas señoras, pareciera que hay gente que no madura con los años, sino al contrario… Hablamos mucho de ello cuando, tras marcharse, les quitamos sus sillas, las pusimos apiladas en otra esquina del césped y extendimos nuestras toallas en su lugar. De verdad que gente para todo…

Tras el almuerzo (la piscina cierra durante esa hora), aumenta el público. Entonces es cuando llegan las madres siesteras. Suelen ser madres jóvenes que se embadurnan en aceite y se tienden en una toalla pretendiendo echarse una buena siesta a la par que abusan del sistema de tostado vuelta y vuelta (me barrunto que luego irán a presumir de bronceado a sus conocidas, no le veo otra utilidad a pegarse un sueño tan sofocante). Las siesteras se desentienden de sus hijos a sabiendas de que la socorrista ya los conoce y los sufre cada tarde, hasta los llama por su nombre en vez de pitarles con el silbato cuando cometen alguna travesura. En la piscina comunitaria de Irina hay una socorrista que, estoy segura, tras su experiencia laboral decidirá no tener hijos nunca en la vida. Los niños latosos de madres siesteras  la torturan «¿Puedo tirarme de cabeza? ¿Puedo tirarme en bomba? ¿Puedo tirarme de espaldas? ¿Puedo tirarme haciendo la voltereta, pegando una patada al aire y gritando “ultrapatada voladora” tres veces?» (Sí, he visto demasiados capítulos de Shin Chan para la edad que tengo). En serio, dos tardes escuchando a esos mocosos y no hay mujer  que no empiece a barajar la idea de ligarse las trompas.

En torno a las seis o las siete bajan señoras mayores que a todas luces se han pasado la hora de la siesta dando cabezadas en el sofá y no se han levantado hasta que ha terminado el programa de Juan y Medio. Vienen también con sus sillas de plástico y su bambito de flores disque a tomar el fresco pero que yo sepa a esas horas todavía pica bastante el sol y lo único que hacen es incordiar a los bañistas poniendo caras de indignación cada vez que les cae, aunque sea de lejos, un salpicón de agua. «Oy, oy, oy, oy…»

No es una piscina a la que suelan acudir muchos hombres. Los pocos que la pisan son o bien padres que al caer la tarde se ve que han llegado de trabajar y su amantísima esposa los ha recibido endonándoles a los niños para que juegue con ellos un rato o algún chico joven con complejo de deportista que viene, se hace un par de largos y se va resoplando con un aire chulesco como si acabara de correr una maratón y quemarse en el gym.

Irina, Urss y yo, nos divertimos mucho observando la fauna autóctona entre chapuzón y chapuzón, forma parte del estudio sociológico que llevamos a cabo desde que nos conocimos. Hay amigas que se divierten yendo de compras (nosotras también), quienes lo hacen saliendo a tomar algo (nunca despreciamos una sesión de charla y tapeo) y quienes, además, comparten aficiones estúpidas; en nuestro caso, la del estudio sociológico es una de las tantas que tenemos.

El único bichejo que no nos hizo ninguna gracia descubrir fue un ave de carroña apostada en un balcón: un voyeur.

Irina y yo somos de esas mujeres que dan carnaza de alimento a las aves de carroña, sin saberlo ni proponerlo, por supuesto. Por ejemplo, ambas somos de ducharnos lentamente: un poco de agua en la nuca, luego en las caderas, un poco las piernas, ir introduciendo poco a poco el cuerpo y terminar con el pelo sin que el agua nos caiga mucho en los ojos. Dicho así suena muy erótico pero no es más que un ritual protocolario de mujeres excesivamente ilustradas que temen morir por un choque brusco de cambio de temperaturas. Es un temor plenamente fundado, sobre todo ahora que ha caído el mito de las dos horas de digestión y se ha conocido el verdadero peligro de los cambios de temperatura. Urss, por su parte, como Iker Jiménez no ha hablado nunca sobre ese tipo de muertes y considerando que no hay amenaza si su amado no la ha descubierto previamente, pasa del tema: ella mete una pierna en la ducha (lo hace muy deprisa como si el agua de las duchas tuviera la capacidad aniquilarla) se da por bien duchada rápidamente y corre a las escalerillas.

¿Por qué cuento esto? Porque las zorras de mis amigas y yo reparamos en esos detalles  cuando ya casi iba a acabar el día y por fin los tres pares de ojos frívolos y miopes que andábamos portando se empezaron a acostumbrar al mundo de sombras en el que llevaban horas viviendo. Siempre sucede eso. Es como si los miopes fuéramos menos cegatones de lo que creemos y en realidad nuestra patología fueran unos ojos vagos de tanta gafa graduada. El caso es que para cuando empezamos  a distinguir cosas entre los nubarrones, nos dimos cuenta de que uno de los bultos que asomaban por un balcón no era una toalla sino el torso de un voyeur que se había pasado todo el día apostado en tan estratégico lugar observando nuestros baños. ¡Menudo cerdo!

¡Oh, Dios! Nos sentimos tan sucias… Pero sucias de verdad, sucias de una forma que sabíamos que no se nos iba a quitar ni restregándonos con estropajo. Y a cada cosa que recordábamos nos íbamos ensuciando más: cada vez que salíamos a coger algo y luego nos tirábamos a la piscina de alguna forma tonta, cada vez que paseábamos lentas por el bordillo escurriéndonos el pelo, todo el tiempo invertido en masajes interminables con los distintos potingues necesarios: uno para la cara, otro para zonas delicadas, otro para el cuerpo en las horas más conflictivas, otro para el cuerpo cuando el sol calienta menos y puedes aprovechar para broncearte, otro para el pelo… Y de milagro no llevábamos otro para las pestañas y las uñas.

Nos habíamos pasado el día cotorreando y divertidas con la comedia  que nos brindaba la fauna que nos rodeaba sin intuir que formábamos parte del espectáculo y que había un espectador con asiento en primera fila observándonos. Aún tengo el estómago en la garganta de puro asco… Juraría que hasta llegó a sonreírnos el muy depravado al saberse descubierto.

Al final tuvimos que hacer lo que hubiera hecho cualquier mujer tras sufrir un trauma de ese calibre: nos salimos de la piscina tan rápidas como pudimos, nos liamos bien en nuestras toallas, nos cubrimos con nuestras gafas de sol (graduadas, of course) y dimos buena cuenta de las chucherías de Irina mientras se nos pasaba el disgusto. Al menos 500 calorías nos costó recuperar el ánimo.  

A los hechos me remito: ¡No es que una engorde, es que una no gana pa disgustos!

 *Si te ha gustado el capítulo, no te pierdas la siguiente entrega de esta sección.


2 comentarios:

  1. Hola, jajaja muy bueno, tienes una seguidora más y te invito a que te pases por mi blog, besos!

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  2. Gracias, Roser!! Me alegra que te guste y espero que así sea en las próximas entregas. Un placer contarte como seguidora. Me pasaré por tu blog, of course!! besos ;)

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