viernes, 5 de septiembre de 2014

¿EN QUÉ SE PARECE LA ALIMENTACIÓN ACTUAL A LA DE LAS CLASES POPULARES EN EL SIGLO XVI?




En lo que un huevo a una gallina, fin del artículo. 

Aunque  esa sería una buena contestación a la pregunta, no suelo ser tan parca en palabras así que detallaré mi respuesta.

El otro día estuve jugando con una pequeñaja que tengo por prima a cocinar. Me enseñó, muy orgullosa ella, a hacer una masa muy parecida a la de pan pero dulce que luego se estira hasta dejarla muy fina y se emplea para hacer pequeñas empanadillas rellenas de chocolate las cuales hacen en el horno y quedan riquísimas. De casualidad, andaba por ahí mi abuela que, al ver a sus nietas amasar lo que parecía pan, se puso nostálgica y empezó a recordar su infancia, allá por la posguerra, cuando ella tenía que hacer la masa de pan para toda su familia y luego llevarlo al horno más cercano donde le cobraban por el horneado y, donde marcaban con un sello distintivo cada pieza de pan que ella llevaba para que no se confundiera con las  de otros clientes.

Más allá de que la infancia de mi abuela fue durante la posguerra y aquellos fueron años de hambre, sus palabras me hicieron pensar en lo mucho que ha cambiado la forma de alimentarnos a lo largo del tiempo y lo poco que reparamos en ello. Nos damos cuenta de que vivimos en la era digital, que la tecnología avanza a pasos agigantados... Pero hay algo que hacemos a diario y que ha cambiado mucho: la forma en la que nos alimentamos. Y no me refiero solo a que ahora haya alta cocina jugando con nitrógeno líquido y el envasado al vacío de los manjares a degustar, me refiero a la alimentación de la clase media.

Por esos avatares del destino y por motivos que aún hoy me pregunto, soy Licenciada en Historia. Recuerdo que uno de los primeros trabajos que me mandaron a hacer en la carrera vino de la mano del historiador Francisco Nuñez Roldán, el cual está especializado en Historia Moderna. Hoy está jubilado pero fue uno de esos profesores que dejan una huella imborrable en los entresijos de la memoria. El trabajo que mandó a hacer era sobre la alimentación en las clases populares del siglo XVI.

               Es curioso porque, hoy día, una de las aficiones más extendidas entre la población (en los países desarrollados) es la de darse paseítos a la cocina, abrir la nevera, poner las manos en jarras, sentenciar indignados “no hay nada para comer” y repetir el proceso una y otra vez creyéndonos prestidigitadores que de tanto abrir y cerrar la puerta van a sacar, en vez de conejos, viandas del frigorífico. En esas ocasiones el Universo, Dios o en lo que diantres vengas a creer, debería darnos una patada en el trasero y mandarnos derechitos a la despensa de un pobre desgraciado de los que vivían en el siglo XVI o XVII o XVIII o hasta hace dos días, si me apuras. Porque no es que nuestras neveras o nuestras despensas estén vacías (exceptuando el caso de los hogares en los que realmente se están dejando sentir los estragos de la crisis, tema en el que no entro para que no me hierva la sangre y se acabe el tono en clave de humor de este escrito), sino que en cuanto nos falta aquel alimento que tanto nos gusta, aquello con que nos cebamos picoteando, ya montamos el drama. Por ejemplo, en mi casa sucede con el queso; si falta el queso nos morimos de hambre. Cuando no hay queso “no hay de ná”. Cuando no hay queso ya no tenemos algo para picar, ya no podemos hacer nada para comer porque casualmente todo lo que se nos ocurre lleva queso, ya no podemos echar queso a los macarrones, ni hacer una pizza, ya no podemos hacer una tortilla de queso, ni comernos un bocata de queso, ni echarle queso a la ensalada y la corteza terrestre, como si fuera la de un queso, se empieza a resquebrajar y entre las cuatro paredes de mi casa reina el caos hasta que en la nevera vuelve a haber queso y a ser  posible de todos los tipos y en todos los formatos habidos y por haber, a saber: en cuña, en lonchas, rallado, en tranchete… Si lo piensas, seguro que eso ocurre en cada casa con algún alimento y, es más, de seguro que en muchas casas ese producto estrella que llena una nevera o una despensa con su sola presencia son las papas fritas (yo me niego a decir patata porque el término patata surge de la confusión de las palabras “batata” y “papa” pero esa es otra cuestión que voy a eludir…).

               No obstante, por mucho que nos guste ese alimento, no consentiríamos que más de la mitad de nuestra dieta consistiera en él. Nos gusta cambiar y en seguida nos quejamos de comer siempre lo mismo. Pues bien, ¿sabías que el 60% de las calorías en la alimentación de las clases bajas de toda Europa pertenecía al pan y las harinas de cereal? Y no te vayas a pensar que hablamos de un plan blanquito y recién sacado del horno, nada que ver,  el pueblo normalmente se tenía que conformar con pan de aspecto negro o moreno porque se solía elaborar con cereales de inferior calidad al trigo. Además, solían acompañarlo de… ¿chacina, crema de avellana, tortilla, caballa, filetes y esos manjares con los que nos gusta rellenar actualmente los bocadillos? No. Solían acompañarlo de cebolla, salazón, tocino y de queso.

               A estas alturas ya te estarás preguntando. ¿Y la carne? Porque hoy día hay gente que considera que no ha comido si no ha habido carne en los platos, así se haya zampado varios de ellos.  La respuesta no le gustaría nada a este tipo de personas. Por mucho que veamos en televisión o hayamos leído en literatura sobre los grandes festines de las clases altas, la verdad es que las clases populares comían poca carne. El populacho de la ciudad, consumía carne de muy mala calidad en señaladas ocasiones como fiestas o celebraciones familiares.  Los pobres no comían carne de caza como palominos, perdices, conejos... sino que se tenían que conformar con volatería de corral o carne de caza pero menor: carnero, gallina, cerdo,... Aunque el consumo de cerdo era alto entre las clases populares, había ciertas partes (perniles y jamones) que nuevamente solo estaban destinados a las clases altas. Claro que, en cuanto al consumo de carne, hay que tener en cuenta que había diferencias notorias entre una parte de Europa y otra, por poner un ejemplo, en Los Países Bajos estaba mucho más extendido el consumo de carne.

               El tema de la carne va más allá de su mero consumo, también es importante pararse a pensar cómo la cocinaban. Olvídate de la carne picada hecha hamburguesa, ni de hacerla a la plancha para luego embadurnarla de salsas, ni de historias de esas. La carne se solía consumir más veces cocida que asada y en picadillos, potajes, caldos… A la gente le gustaban los sabores fuertes, pero no fuertes de pasarte con el tabasco sino de agregarle muchas especias, por eso, pimienta, clavo, nuez moscada, canela etc. eran muy demandadas aunque por ser escasas y difíciles de conseguir se convirtieron en un elemento de distinción, los pobres solo las podían usar de vez en cuando y en poca cantidad. Por su parte, las hierbas aromáticas como perejil, tomillo, menta, hierbabuena, albahaca, comino, anís… sí que eran accesible a todas las capas sociales.

               Ten en cuenta, además, que la anécdota del frigorífico es impensable para la sociedad del siglo XVI;  al no contar con medios de refrigeración para conservar la carne, las hierbas y especias servían para disimular el mal olor de la carne cuando se estropeaba.

               Recuerda, también, que la Iglesia tenía una influencia muy importante en la Europa del siglo XVI y ordenaba la prohibición de comer carne en los días de ayuno y abstinencia, cuaresma, como penitencia de preparación a la Pascua, las vigilias de las grandes fiestas litúrgicas y todos los viernes del año. En esos días la carne era sustituida por pescado fresco, o salado y verduras.

               Me sorprendió descubrir, hace muchos años, cuando investigué para mi trabajo sobre la alimentación, que entre unas cosas y otras, la Iglesia prohibía comer carne 166 días al año (solo se excluían a los enfermos) y que, por eso, fue importante buscar sustitutos a lo cárnico.

               Si buscando sustitutos a la carne hablamos del consumo de pescado, como es de suponer, los que vivían cerca de las costas podían consumir pescado con mayor facilidad, pero el resto  lo tenía más difícil sobre todo los que vivían en países continentales del centro o del este que tenían la necesidad de recurrir al pescado de agua dulce.

La pesca en aguas saladas no era tarea fácil, entrañaba muchas dificultades, entre ellas, el tener que suspenderse en periodos de guerras, el mantener en buen estado el pescado...

En el siglo XVI se sucedieron luchas entre los Valois y los Habsburgo  pero las treguas arenqueras que se establecieron permitieron que Europa no se viera privada del arenque que suponía un alimento muy importante para la dieta.

Aunque, en general, no se puede decir que en las costas europeas el pescado abundara excesivamente.

El bacalao se consideraba el pescado por excelencia de los pobres (no nos extraña así que. aún hoy, en Cuaresma sea muy típico el consumo de bacalao y que incluso hayan surgido recetas como las tarbinas de bacalao) al igual que también lo fue la carne y grasa de ballena.

Por la poca disponibilidad de carne o pescado, las legumbres, hortalizas, frutas y verduras, se convirtieron en un complemento obligado de la dieta.

Si la dieta de las clases poderosas se caracterizaba por su marcado carácter carnívoro, la de las clases populares sin duda era de tipo vegetal, lo que hizo que alrededor de las ciudades se especializasen explotaciones de cultivos frutales y de huerta para satisfacer las necesidades de las ciudades ya que los transportes eran muy malos y costosos y no resultaban rentables para productos de poco valor como lo eran éstos. Por tanto, la gente debía conformarse con poder comer aquellos productos típicos de la región donde viviesen.

Este detalle, el de las comunicaciones, puede parecer baladí pero imagínate lo mucho que se limitaría tu recetario si, por vivir en la península, no pudieras contar con frutas como lima, mango, papaya, coco… Y mucho menos ahora que  parece que está de moda que todos los zumos y frappés lleven mango, o que el coco es tan usado en repostería y la lima en la gastronomía en general.

No obstante, tampoco ahora nos resulta tan fácil obtener según qué productos que no son típicos de aquí. Es verdad que tenemos restaurantes chinos, indios, tailandeses, japoneses, mexicanos y cuantos te imagines por doquier y que al visitarlos podemos vivir, en algunos más que en otros, esa ilusión de estar probando  la verdadera gastronomía de esos países, es verdad que Lidl hace sus semanas temáticas y podemos abastecernos de productos “exóticos”, es verdad que poco a poco se van colando ciertos productos en los supermercados que antes se desconocían aquí y es verdad que tenemos los herbolarios gracias a los cuales podemos conseguir hierbas y cereales que no se cultivan en nuestro país aunque todavía hay muchas cosas que no entiendo. No entiendo por qué tengo que comprar harina de gofio canario en las herboristerías como si fuera algo extranjero y no en los supermercados. No entiendo, tampoco, qué está pasando con la quinoa, el famoso “grano de oro de los Andes”, ese seudocereal con tan alto contenido en vitaminas y en minerales como hierro, fósforo, potasio calcio, zinc y magnesio que no para de subir de precio y ya está a unos 7 euros el medio kilo.

Bueno, a decir verdad, este último caso sí que lo puedo entender. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) calificó a la quinoa como el grano con más nutrientes y denominó el 2013 como "El Año Internacional de la Quinua". De ahí que su demanda, que ya venía creciendo en la última década, se haya disparado y cuando aumenta la demanda… ya se sabe.

De todas formas, la quinoa es un producto que nos llegó del Nuevo Mundo y que en el siglo XVI en Europa no se conocía ni de lejos. De hortalizas como el tomate o la patata aún no se puede hablar porque su consumo se generalizará a partir del siguiente siglo. No imagino cuán duros debieron ser los veranos de esa pobre gente que no podía saborear un  buen gazpacho para refrescarse, ni el yantar día a día de gente que no podía contar con la papa que lo saca a uno de tantos apuros: revueltas, en tortilla, fritas, rellenas al horno, acompañando un guiso… Y yo, que además, soy natural de Los Palacios y Villafranca, un pueblo del sur de Sevilla dónde al tomate lo llaman “el oro rojo palaciego”, lo paso mal doblemente porque no concibo un desayuno sin una buena tostada con tomate rallado,  ni la vida sin aliños de tomate.
Siendo así, ¿qué era lo típico por estos lares en el siglo XVI? En el sur eran típicas las aceitunas y en el oeste de Galicia las manzanas, productos los cuales se consumían de temporada. Las legumbres más comunes eran las habas, judías, garbanzos, lentejas... que eran productos abundantes, baratos y nutritivos (eso, como ves, no ha cambiado mucho). Uno de los platos típicos del populacho era la olla podrida que se hacía con alubias, garbanzos, ajos, cebolla, algún tipo de carne...  Con la fruta sucedía lo mismo, el consumo descendía en invierno porque había menos variedad predominando la naranja. Las frutas típicas en verano eran prácticamente las mismas que ahora.  En junio reinaban las ciruelas, uvas, manzanas, brevas, etc. y en agosto, los membrillos, granadas, melones,...

Por otra parte, la leche, los quesos y los huevos resultaban accesibles a las clases populares y eran muy consumidos. Aunque, como dato anecdótico, hay que matizar que la  mantequilla solo se consumía en el norte de Europa y no se empieza a consumir en Francia hasta el siglo XVIII.

El queso, rico en proteínas, era uno de los alimentos más populares en toda Europa (me tranquiliza descubrir que hubiera podido sobrevivir de haber vivido en aquella época aunque fuera a base de queso y pan negruzco). Pero quizás por ser tan fácil de conseguir, los libros de cocina menospreciaban su valor, la peor categoría la adquiría el queso de cabra, el cual se despreciaba y consideraba inferior al de vaca u oveja.

De la leche se puede decir que su consumo era tan grande que pronto se plantearon problemas de abastecimiento. En las grandes ciudades, como Londres, el consumo de leche aumentaba en invierno y disminuía en verano porque era el invierno la época en la que las familias ricas residían en la capital. Entorno a la leche, como en muchos alimentos, existía un gran fraude: el de aguarla.

Ya puestos a hablar de alimentación, no podemos olvidar la bebida. El agua, aunque te pueda sorprender, no se conseguía abriendo un grifo. El agua era un bien escaso y difícil de conseguir, los problemas se presentaban en cuanto a su cantidad y calidad. Se obtenía de fuentes, ríos, pozos, cisternas… Casi diariamente había que ocuparse de asegurarse el suministro y, a veces, de ir muy lejos a por ella. Otras veces, en las casas había pozos abiertos en las cocinas, corrales y patios. Pero daba igual de donde procediese, solía estar contaminada y daba lugar a enfermedades. Además, había ciudades enteras como Venecia muy mal abastecidas de agua.
El vino era muy apreciado por su valor energético y anímico. Las clases populares no tenían grandes problemas para acceder a él pues apenas había carestía de vino.

La cerveza, era conocida desde la antigüedad. Para su elaboración se empleaban diversos cereales, nunca uno solo: avena, centeno, trigo, mijo, cebada... Era una bebida asequible a las clases más bajas, popular en los países del Norte de Europa, pero no vayas a pensar en la cerveza que conocemos hoy día, piensa más en un líquido pastoso y caliente, una papilla, por así decirlo sin ese amargor característico que le da el lúpulo. Es más, en nuestro territorio, en la península, no fue un producto muy popular hasta mediados del siglo XX, entonces sí, comercializada como la cerveza que conocemos en la actualidad.

De refrescos, por supuesto, ni hablar y de la Coca-Cola olvídate hasta, al menos, finales del siglo XIX.

Todavía faltaría por hablar de dos condimentos básicos: la sal y el azúcar.

La sal, constituía un condimento muy importante para las salazones de carnes y pescados. Al ser tan necesario intervenían hasta los gobiernos, su transporte se llevaba a cabo a pesar de las guerras y no había mina de sal gema que no fuese explotada. Los pobres utilizaban la sal pero en poca cantidad y no muy frecuentemente. Piensa que aquello de que derramar la sal trae mala suerte viene porque, desde la Antigüedad, derramar sal era tirar el dinero, literalmente.

El consumo de azúcar se expande a principios del siglo XVI, cuando el Atlántico está penetrado por los barcos de la Península Ibérica, hasta entonces el azúcar suponía todo un lujo.

La caña de azúcar es originaria de Oriente, en concreto de la India. No es un cultivo que cubra grandes extensiones sino que se reduce a áreas limitadas y con condiciones inmejorables. Su consumo era, antes de empezarse a expandir, minoritario y principalmente con carácter medicinal.  El impulso que sufre la producción de caña de azúcar en España comenzó en el reino granadino, (donde ya era muy conocido el cultivo de la caña desde fechas muy tempranas), y a partir de ahí se desarrolló en otras direcciones. De modo que, su consumo entre las clases populares en el siglo XVI no debió tener una importancia considerable.


¿Sorprendente, verdad? ¿Cómo cocinaríamos hoy sin contar con sal ni azúcar en la despensa? Sería impensable, no saldríamos de una ensalada y la notaríamos sosa pero esa era una de las tantas carestías que tenían que afrontar las clases populares del siglo XVI y quizá, si recapacitamos en qué y cómo comían aquellas personas, valoremos más nuestras despensas y se nos quiten las ganas de jugar con el frigorífico a los prestidigitadores.


*Artículo publicado en el periódico EL COTIDIANO

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